sábado, 25 de mayo de 2013

De qué hablo cuando hablo de correr


Haruki Murakami empezó a correr a la edad de 33 años, en 1982. Cerró definitivamente el club nocturno de jazz que llevaba años regentando junto a su mujer y decidió que quería dedicarse a la escritura a tiempo completo. Desde entonces ha corrido decenas de maratones, ha participado en triatlones, en alguna ultramaratón y en general ha incorporado el acto de correr a su vida cotidiana. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010), explica la influencia que correr tiene en su labor como escritor. Me resulta especialmente interesante la relación que establece entre la carrera de fondo y el impacto que ésta tiene en el cuerpo y la psique en la vida cotidiana, y en el proceso creativo que él mismo emprende con cada nueva novela.



Joyce Carol Oates, por su parte, se pregunta qué relación puede existir entre correr y soñar, porque sospecha que existe una conexión entre ambas acciones.  Asegura la célebre escritora que en los días en que no puede salir a correr no se siente "ella misma" completamente. "Caminar, incluso a paso rápido, no es más que un vago consuelo al que los corredores sabemos que tendremos que acostumbrarnos cuando ya no nos queden rodillas para seguir en la carrera", afirma en una entrevista para The New York Times.



Sentí un escalofrío al leer eso de "cuando ya no nos queden rodillas". Empecé a correr hace apenas cuatro meses y no he sentido molestia alguna en las rodillas... Todavía. Imagino que es un peaje que, a largo plazo, hay que pagar por disfrutar de esas horas de placer tan particular que proporciona salir a correr. 

Yo tengo 27 años, 6 años menos que los que tenía Murakami cuando decidió echarse a la carretera un rato cada día para atravesar su vecindario y los parques de alrededor. Nunca he sido especialmente deportista, o no al menos desde que entré en la adolescencia. Mi primer día, que denominé "de prueba" a propósito, para no presionarme a mí misma en absoluto, fue un pequeño desastre en sí mismo. Para empezar, no tenía zapatillas de deporte adecuadas. En segundo lugar, ni siquiera había pensado con antelación qué recorrido quería hacer, por lo que me quedaba mirando las intersecciones con cara de alucinada, dando saltitos en el sitio. En tercer lugar, sólo aguanté 10 minutos seguidos corriendo, lo cual me hizo sentir oxidada (lo estaba) y un poco desanimada.

Han pasado unos cuatro meses de aquel momento. Ahora salgo a correr cuatro días por semana y cada día recorro 5,6 kilómetros. No es mucho ni es poco, es lo que es. Me gusta correr sola, no mirar el tiempo que he tardado en acabar mi circuito hasta que estoy de vuelta en casa. Me gusta seleccionar canciones alegres en mi mp3 y dejar que me despeine el viento, cuando lo hay. Me gusta ir dejando atrás las calles del pueblo, concentrarme en el balanceo del cuerpo, el contacto breve de los pies en la tierra o el asfalto. Monitorizo mi respiración (¿cómo voy? ¿me sofoco mucho? Quizá deba aflojar un poco el ritmo), monitorizo mis piernas (parece que van bien, ¿no? No las siento cargadas de momento) y qué sensación tan intensa de comunicación conmigo misma. Correr escuchándose a una misma es un acto de amor íntimo y hermoso, lo veo claramente ahora, y sé que lo he descubierto casi por casualidad. Me siento afortunada por ello.

Empecé a correr porque me di cuenta de que estaba demasiado estresada: tenía tantas cosas que hacer a la vez que lo que realmente necesitaba era no hacer nada. La idea de salir corriendo apareció en mi mente como una imagen fotográfica, sin movimiento. Pero la idea del movimiento subyacía: tenía que hacer un cambio, tenía que ponerme en marcha, salir del estancamiento del estrés sin fruto. Siempre hay otra cosa que hacer, y después, otra, y después...

Además, quise empezar a fortalecer mi corazón. Literal y metafóricamente. El invierno pasado fue largo y duro: ya era hora de soltar y dejar ir a G. Esta vez de verdad. Lo que no puede ser, no puede ser y, como ya sabemos, además es imposible. 

Pero correr "sí puede ser". Puede ser y es cada vez que me pongo mis pantalones cortos, una de mis camisetas de tirantes y las zapatillas compañeras. La gente piensa cosas muy diversas mientras corre. Desde: "pizza and beer, pizza and beer", hasta "ya queda menos, yo puedo", pasando por "piensa en quienes creen que no puedes seguir corriendo y demuéstrales que se equivocan". Cada cual con sus mantras. 

El mío es: "Y aunque parezcan las mismas mañana tras mañana, nunca corro dos veces por las misma calles."