miércoles, 25 de febrero de 2015

Rosalía de Castro


Ayer en clase encendí el ordenador para hacer unas actividades online con los niños. Lo dejo siempre para la última media hora porque sé que es lo único que los mantiene atentos y sentados después de hacer los deberes; es lógico, yo también quiero salir a jugar cuando acabo los deberes.

Google mantuvo ayer durante todo el día un doodle de Rosalía de Castro, porque se cumplían 178 años de su nacimiento. Ahí estaba ella, hermosa y segura de sí misma, esbozando una sonrisa casi imperceptible pero exacta, como exactos eran sus versos, especialmente los de Vaguedades, la primera parte de su Follas novas (1880). Son los que a mí más me gustan por esa cualidad de exactitud que mencioné antes. Parecen proverbios y también parecen cantos populares. Me gusta mucho el poema VI de esa primera parte; hacía mucho que no lo leía (seguramente desde segundo de bachillerato) pero anoche, antes de dormir, estuve hojeando ese ejemplar de Follas Novas que alguien me prestó hace un par de años y que nunca le devolví a su dueño. Sí, lo confieso, he prestado libros que he perdido pero también he hecho míos libros que tomé prestados de otras personas.

Me golpeó con fuerza este poema VI de esa colección de Vaguedades. Creo que es un epitafio perfecto y a la vez el más perfecto poema de amor.


¿Qué pasa a mi alrededor?
¿Qué me pasa que yo no sé?
Tengo miedo de una cosa
que vive y que no se ve.
Tengo miedo a la desgracia traidora
que viene, y que nunca se sabe dónde viene.


Mis niños me preguntaron quién era esa señora antigua que salía en la cabecera del buscador. Les hablé un poco de ella pero no parecieron muy impresionados. Ojalá, cuando sean un poco mayores, se asombren de lo libre y feminista que fue, y que lleguen a leer este poema que a mí anoche me gustó tanto. 

Es un don ser capaz de expresar en tan pocas palabras, en unos pocos versos juguetones, la profundidad del miedo cotidiano a perder lo que nos es querido, la fragilidad del amor, de la vida humana.


miércoles, 18 de febrero de 2015

Sobre la masculinidad


Leo con incomodidad los contenidos de algunas campañas destinadas a prevenir la explotación sexual infantil o el maltrato físico contra las mujeres. A pesar de todo, entiendo que se realizan con la mejor intención del mundo y un deseo sincero de erradicar estas formas de violencia que existen a nivel global. Eslóganes como Los hombres de verdad no compran niñas o Los hombres de verdad no golpean a las mujeres me producen un rechazo instintivo. Instintivo, sí, aunque no resulta difícil razonarlo.

En primer lugar, cabe preguntarse a qué nos referimos cuando apelamos a los hombres de verdad. La respuesta está clara: un hombre de verdad es aquel que representa correctamente el rol reconocido a nivel social como masculino. Es decir, un hombre de verdad es aquel que recrea adecuadamente la ficción de la masculinidad. 

Trataré de ir por partes y de no dejarme nada en el tintero.

Empezaré hablando de biología.

Los seres humanos nacemos sexuados y ciertamente yo, en mi caso, poseo un aparato reproductor femenino que puedo o no usar a voluntad porque *ping ping* somos animales que se autodenominan como racionales. Esto quiere decir que reflexionamos sobre nosotros mismos y creamos cultura allá donde vamos y hagamos lo que hagamos, lo cual incluye el uso de los genitales en soledad o en compañía. Los varones poseen genitalia masculina. (La transexualidad se merece no sólo otra entrada sino todo un blog entero, así que de momento dejaré ese tema a un lado).

Hasta ahí todos estamos más o menos de acuerdo.

Decía yo que creamos cultura allá donde vamos y hagamos lo que hagamos. Tanto es así que desde tiempos remotos y a través de las culturas se ha creído

1. Que el varón adulto es la medida de todas las cosas y el ser humano por defecto. No en vano muchas lenguas reflejan este hecho generalizando a la especie en masculino. Habrá quien diga que es simple coincidencia cósmica; cada uno pone la fe donde más le conviene.

2. Que los genitales femeninos, la capacidad de gestar un ser humano y de parirlo produce unas extrañas alteraciones del ánimo, del carácter y de la personalidad que convierten a las mujeres en seres inferiores. El discurso de la inferioridad innata de las mujeres asociada a su aparato reproductor puede verse rebajado actualmente en depende qué contextos, pero seguimos viviendo bajo la influencia de esta creencia tan generalizada.

Lo que sucede es que, al extrapolar las diferencias genitales a rasgos de carácter en teoría universales, se cae en el pozo sin final de los prejuicios. Que poseer ovarios y útero produzca unos rasgos de carácter concretos no se sostiene en absoluto, pero se trata de una creencia tan profunda y tan aceptada en todos los niveles de la vida cotidiana que resulta francamente difícil erradicarla.

No es un asunto menor este de los prejuicios. Sin prejuicios no existirían oraciones como los hombres de verdad no golpean a las mujeres. 

Entiendo que lo que se pretende al enunciar ese eslógan es revertir uno de los prejuicios que generalmente se asocia con la masculinidad: la agresividad y el deseo de dominar al otro. Está bien, digamos que a través de esta campaña el planeta Tierra se pone de acuerdo en que los hombres de verdad hombres no golpean a las mujeres. Lo reemplazaremos por algo bonito, espero. Qué tal los hombres de verdad tratan con respeto a las mujeres que hay en su vida. 

Caramba, cualquiera diría que la "nueva masculinidad" se corresponde, ni más ni menos, con la decencia básica de cualquier persona que respeta los derechos humanos.

A mí esto me resulta problemático. Que haya que recurrir al masaje del ego (sé un hombre de verdad y no pegues a tu mujer/novia/ex) para que la mitad de la humanidad se comporte de acuerdo con unos estándares básicos de civismo me deja muy intranquila.

Como feminista radical, veo con toda claridad que este mensaje no va a hacer que los hombres dejen de someter a las mujeres. El problema no es que los varones se sientan con derecho a recibir galletitas de premio cada vez que no pegan a una mujer queriendo hacerlo, el problema es que se sigue alimentando la idea de que existe algo llamado masculinidad. Y, hablemos con sinceridad, sin masculinidad el patriarcado no podría sostenerse. El sistema de sexo-género es un sistema jerárquico, nos guste o no. Podemos vivir en el espejismo de la igualdad del que ya he hablado en otras ocasiones, pero la realidad es que las mujeres como clase no disfrutan de la misma posición dentro de la sociedad que los hombres con los que comparten su vida. 

Me molesta especialmente cuando se dice que los hombres necesitan al feminismo y el feminismo a ellos porque así podrán liberar sus emociones y llorar sin temor a ser juzgados y podrán cocinar y cuidar de sus hijos sin que sus amigos se rían de ellos por calzonazos. La pregunta es por qué no se organizan entre ellos para defender su derecho a llorar, a cocinar, a cuidar de sus hijos a tiempo completo mientras su mujer trabaja fuera de casa. Y he de decir algo: si los hombres, como clase, considerasen que ese tipo de labores les son imprescindibles para ser felices, creedme, las llevarían a cabo desde hace mucho tiempo. Es posible que incluso excluyeran de ellas a las mujeres como las excluyen activamente de los centros de poder y de decisión de un modo sistemático. 

No nos engañemos, cuando se habla de una nueva masculinidad, o de masculinidades, no estamos más que haciendo una nueva concesión al ego ya bastante alimentado de una clase social instalada y feliz en el poder. Me encantaría echarme a llorar con libertad, pero voy a sacrificar mis sentimientos y mi empatía porque es necesario que domine la política y la economía; qué le vamos a hacer, es mi cruz. Pero, eh, feministas, seguid a lo vuestro, a ver si un día me sacáis de mi triste cárcel mental.

La homofobia no se entendería si la masculinidad no fuera una expresión de poder de la clase dominante. No en vano, la discriminación que sufren los varones homosexuales es diferente a la que sufren las mujeres lesbianas. A ellos se los humilla porque, habiendo nacido con los genitales que confieren automáticamente un estatus social dominante, deciden mantener relaciones sexuales con otros miembros de la clase dominante, lo cual implica, de acuerdo con el esquema heteronormativo, que uno de los dos habrá de asumir un rol pasivo, sometido: femenino.

El tipo de homofobia al que nos enfrentamos las lesbianas es diferente. A los hombres homosexuales se los desprecia, a nosotras se nos teme. Nosotras hemos nacido con los genitales que automáticamente nos sitúan en la clase dominada, pero, por motivos varios, deseamos mantener relaciones sexuales y afectivas con mujeres, esto es, con otros miembros de la clase inferior. 

No hace falta haber leído a Marx para saber que no hay nada que inquiete más al poder hegemónico que el hecho de que los seres con menos recursos se unan y protejan entre sí sus intereses. 

Por todo ello, a las mujeres se nos educa desde que nacemos para la sumisión, para que pensemos que la entrega al otro nos hace dignas de amor y respeto, para que pensemos que nuestra misión en la vida es cuidar y atender a los demás, y, sobre todo, para que pensemos que tener objetivos vitales alejados de la heterosexualidad (con todos los deberes que la heterosexualidad deposita sobre nosotras) y perseguirlos con determinación nos convierte en personas egoístas y sin corazón. 

Y a eso se le llama feminidad.

Es femenino ocupar poco espacio, aunque para ello tengamos que adoptar una postura incómoda o consentir que otros se nos acerquen demasiado.

Es femenino considerar que nuestro cuerpo no es la máquina más potente y perfecta que tendremos jamás, sino una eterna escultura que jamás podremos perfeccionar lo suficiente. Esto es así porque es femenino vivir pendiente del juicio masculino sobre nuestra apariencia física, y derivar de él nuestro amor propio. 

Es femenino no defenderse ante un ataque, ni expresar con claridad y firmeza nuestras ideas o necesidades. Hacerlo supone un ingreso automático en la categoría de mujer mandona o poco razonable, incluso aunque se defiendan las propias ideas con calma y claridad.

Tanto la feminidad como la masculinidad son constructos que pueden destrozarse con poco esfuerzo pero mucha voluntad. No me preocupa que la masculinidad robe a los hombres su capacidad de llorar. Me preocupa mucho más que la masculinidad lleve en su ADN el sello de la agresividad y la dominación, por mucho que algunas bienintencionadas campañas traten de convencernos de lo contrario. La masculinidad mata a diario. Viola a diario. La creencia en la existencia de esos entes puramente culturales, la masculindad y la feminidad, sostiene de modo sistemático esta jerarquía que oprime mayoritariamente a las mujeres.

No golpear ni comprar (o vender) seres humanos es el mínimo estándar que debe exigirse a cualquiera para permitirle vivir en sociedad. Me niego a adornarlo llamándolo hombría. La masculinidad como concepto rezuma privilegios se mire por donde se mire y no, muchas gracias, no voy a acariciar más el ego de quienes, por otra parte, ya lo tienen bastante mimado sin mi ayuda.