miércoles, 25 de marzo de 2015

Lesbofobia en un contexto de violencia contra las mujeres


Ya se sabe, un joven y una joven están sentados al fondo del bar, tomando algo, dándose besos, riéndose, hablando de sus cosas y en un momento dado un desconocido se acerca y les dice: Muy bien, seguid, por favor, está muy bien lo que hacéis, con mirada lasciva y aproximándose demasiado.

Ya se sabe.

Esto no sucede.

Tampoco creo que les suceda a dos hombres gays, y menos aún creo que sea una mujer heterosexual la que les suelte tal impertinencia. Más que nada, porque a las mujeres no se nos socializa para dar por hecho que tenemos derecho a invadir el espacio de nadie, menos aún si se trata de espacio masculino. No se nos socializa para pensar que dos hombres que se besan necesitan de nuestra aprobación para hacerlo y, sobre todo, no se nos socializa para que pensemos que si dos hombres se están besando, lo hacen para excitarnos a nosotras.

Porque a ellos no se los socializa para ser objetos sexuales. A nosotras sí.

Podría decir que lo que nos sucedió hace tan solo una semana fue un incidente aislado, pero no es así. Dos semanas antes tuvimos otros dos encontronazos en otro local, el segundo más intenso que le primero porque el tipo se sorprendió al ver que reaccionábamos mal. Imagínate: molestas a una pareja de un modo bastante insolente y encima esperas que te reciban con aplausos. No le gustó que nos enfrentáramos a él de un modo serio y sin concesiones. Supongo que esperaba sonrisas tímidas, aquiescencia: temor.

Pero los dos incidentes de hace tres semanas tampoco son hechos aislados. Hemos echado cuentas y en un año nos hemos visto en situaciones semejantes un total de seis veces. Seis veces que recordemos, claro. Es decir, que cada dos meses toca soportar a un impresentable (por qué será que ninguna mujer nos ha molestado hasta la fecha) que se cree con derecho a opinar sobre si hacemos buena pareja o no, sobre si es sexy ver a dos mujeres dándose un beso  o no. Supongo que creen que estamos ahí para excitarlos a ellos, para cazarlos; no sabemos cómo hacer para acostarnos con hombres, así que probamos a fingir que nos gustamos entre nosotras; de este modo, activamos sus fantasías pornográficas y los atraemos. Se sorprenden bastante cuando reaccionas con cara de pocos amigos. Sospecho que esperan una invitación para un trío en el que él será nuestro macho alfa.

Al fin y al cabo, el porno (al menos el mainstream, aunque sospecho que no hay porno que no sea mainstream) les enseña que la sexualidad lésbica no existe realmente. Se trata de un constructo pornográfico hecho para que ellos se exciten (y participen, por supuesto).
La raíz del problema es, sin duda, la creencia de que las mujeres no tienen derecho a una autonomía corporal y sexual que excluya a los varones. Cómo nos atrevemos a decir que nos sobra y nos basta y somos felices entre nosotras. Ellos, como clase, están acostumbrados a que se les escuche y se les incluya en todos los espacios que ellos demanden, y cualquiera que les niegue este acceso puede ser víctima de la violencia. He aquí el quid.

Tras cada acto de sumisión y resignación de las mujeres late el temor, muy real y justificado, de sufrir una agresión violenta que puede o no ser sexual. Además, nos encontramos en un Catch-22 sin salida aparente, pues se enseña a las niñas que no tienen que confiar en los desconocidos pero a la vez se las educa para que sean dulces y digan que sí aunque realmente quieran decir que no, que pongan las necesidades de los otros antes que las suyas propias, que no hieran los sentimientos de nadie, que sean maternales y sexuales a la vez y que consideren su vida incompleta si no la comparten con un hombre en una relación heterosexual.

Hace un tiempo, mi amiga Maica me envió un documento (ver página 24) en el que se puede leer un artículo sobre violencia sexual. La autora del mismo, Carmen Briz Hernández, apunta con gran acierto que los medios de comunicación informan sobre la violencia sexual de un modo tendencioso que hace a las mujeres responsables de su propia violación. Nos violan porque hemos bebido alcohol, o porque hemos cometido el error de confiar en un desconocido y le acompañamos a algún lugar (los violadores no son monstruos con antenas, no hay manera de saber si el hombre que está a tu lado va a agredirte o no), porque llevamos escote o faldas cortas (paradójicamente si no vistes de un modo “femenino” también puedes ser objeto de insultos y agresiones, por “marimacho”); nos violan porque caminamos por un parque de noche, nos violan porque nos quedamos solas en nuestra propia casa sin la protección de un hombre adulto. Nos violan porque no pueden evitarlo, porque fuimos simpáticas y lo provocamos, nos violan porque les ignoramos y vengaron su orgullo herido. Nos violan porque se nos ocurre transitar por un parking, porque paseamos a solas por el campo.

Pero no debemos engañarnos, la mayor parte de las agresiones las realizan personas conocidas y allegadas a la víctima. Nos encontramos ante un nuevo callejón sin salida, porque se espera de las mujeres que seamos receptivas ante los hombres, que les incluyamos en nuestro espacio vital sí o sí, pero luego se nos culpa si sufrimos una agresión física o sexual por su parte porque precisamente les hemos dejado acercarse demasiado. 

Veo el nexo de conexión entre los impresentables que nos molestan y la cultura de violación y dominación de las mujeres que impregna todas las culturas. Por supuesto no digo que una agresión sexual sea equivalente a un altercado con un pesado que piensa que tiene derecho a molestar a una pareja, pero la raíz de ambos problemas es común, endémica, y se silencia y acepta como inevitable.


No lo es. Las mujeres no existimos para que los hombres nos miren, nos interrumpan, nos invadan el espacio siempre que quieran.



viernes, 20 de marzo de 2015

Soy tan fócil


- Una o dos veces -respondió Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir con ellos, y que cuando no los entienda, diga: <<Sancho, o diablo, no te entiendo>>; y si yo no me declarare, entonces podrá enmendarme, que yo soy tan fócil...

-No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sé qué quiere decir soy tan fócil.

-Tan fócil quiere decir -respondió Sancho- 'soy tan así'.


lunes, 2 de marzo de 2015

Las obviedades, el cansancio


Si una analiza con un poco de atención los mensajes que llegan al imaginario colectivo acerca del feminismo, de los logros conseguidos y de su vigorosa agenda pendiente, se corre el riesgo de caer en la desesperación y la abulia. 

Pienso en el movimiento sufragista, por ejemplo. Se habla de cuándo consiguieron las mujeres el derecho a voto en tal o cual país y parece que se esté hablando de un fenómeno inevitable que tenía que llegar antes o después a todos los países del mundo. Pero no es así. A día de hoy todavía existen países donde el voto femenino está limitado (como en el caso de Líbano, donde las mujeres necesitan haber completado la educación básica para poder votar, requisito que no se exige a los varones) o en el Vaticano, donde sólo pueden votar los cardenales (ergo, hablamos de hombres) menores de ochenta años.

No, no hablamos de un fenómeno inevitable como la llegada del otoño o de la primavera. 

La lucha sufragista fue muy larga, penosa, se llevó vidas (de mujeres) por delante. Requirió huelgas de hambre, ventanas rotas, innumerables protestas, marchas, discursos que daban lugar a carcajadas masculinas, a chistes soeces como respuesta. (Y comprobamos a diario que las cosas no han cambiado nada en ese sentido.)


Desde el comienzo de la lucha feminista lo que las mujeres hemos exigido es que se nos reconozca como miembros plenos de la sociedad, como ciudadanas y seres humanos completos, porque, y ese ha sido siempre el motor teórico del movimiento en todas sus variantes ideológicas, el hecho de poseer un aparato reproductor determinado no debería suponer ningún tipo de ventaja ni de desventaja a la hora de acceder a la ciudadanía y los derechos políticos y civiles que ésta conlleva. 

Es tan obvio que se nos olvida, ¿no es cierto? 

Estamos socializadas para la aquiescencia, para no levantar la voz ni dar problemas. Un joven defiende una idea apasionadamente y se le aplaude y se le cita y se lo toma como ejemplo. O se le critica, pero no se le amenaza con violarlo ni se comenta si la camiseta que lleva le queda poco o muy ajustada, ni siquiera en el caso de que su camiseta sea francamente fea. Esto es así porque no pertenece a la clase sexualmente dominada. Enmascararlo con excusas y circunloquios es un modo más como otro cualquiera de mantener intacto el status quo, los privilegios de unos y la resignación, por pura necesidad de supervivencia, de otras. 

No hace falta buscar ejemplos extremos, injustificables en un país en teoría avanzado; lo cierto es que podría dedicar la tarde a copiar y pegar enlaces y en estos casos estaría únicamente hablando de España. No hace falta salir de nuestras fronteras para desesperarse, pero si lo hacemos, la desesperación crece y crece y parece inagotable.

Ya ni siquiera puedo disfrutar como lo hacía antes de las artes, la literatura, la cultura popular. Cuando lo hago es porque decido silenciar a mi conciencia durante un rato, la hora y media que dura la película, los cuarenta minutos del episodio, los cuatro de la canción o el tiempo que me lleva engullir, prescindiendo de todo análisis crítico, las páginas de alguna novela.

Leo suplementos culturales que antes disfrutaba y ahora me hacen arquear una ceja. Casualmente, de los diez mejores libros de 2014 sólo hay uno escrito por una mujer. Sabemos que esto es pura casualidad. O que lo que sucede es que en realidad las mujeres escriben peor, sobre una realidad limitada, la de su experiencia como mujeres. Ellos, en cambio, escriben verdadera literatura aunque lo hagan a través de personajes femeninos, porque se les concede la autoridad que hace falta para definir qué es universal y qué es anecdótico. Es decir, tienen la autoridad para crear el canon que todo el mundo debe respetar. Un ejemplo opuesto habría llamado inmediatamente la atención: si de los diez libros del año sólo uno hubiese estado escrito por un hombre, en fin, habrían corrido ríos de tinta. De la digital y de la de verdad. Estoy segura de que en ese caso se hablaría de la enésima muerte de la novela, o de cómo la calidad de ésta se ha reducido tanto que hasta nueve mujeres pueden hacerse con las diez vacantes de honor que se reservan cada año a tal efecto.

Navego, por puro masoquismo, entre varios blogs de jóvenes aspirantes a escritores, todos ellos varones, que se lanzan fuertes abrazos entre sí y se cantan varoniles alabanzas. De vez en cuando se cuela entre ellos una presencia femenina que, en fin, está ahí pero no pinta mucho y se nota. Digamos que se le permite estar ahí siempre y cuando acate las normas de los chicos y no dé mucha guerra. 

En el ámbito de la nueva poesía hay mujeres jóvenes muy buenas a las que sigo, aunque a veces me entristece comprobar cómo se entregan al fun feminism porque quejarse demasiado es poco femenino y porque hablar brutalmente de sexo gana puntos entre los hombres, especialmente entre los que, como miembros de la generación digital, son acólitos de la pornografía y no se inmutan al ver a mujeres vomitar o llorar medio ahogadas porque las penetran oralmente hasta la garganta. Ya he hablado de la pornografía que actualmente es mainstream. Trata de prácticas que en cualquier otro contexto se considerarían tortura. 

Pero, claro, erecciones.

La música. Ah, la música. Qué hay del postureo machirulo en la escena indie, que desde luego no es exclusivo de ese tipo de música. Puedo enumerar todos los géneros y estilos, y en todos existe el mismo aire de fratría audaz y canalla que sabe lo que hace y además se lo pasa muy bien reproduciendo estereotipos sexistas en letras y videoclips. Las portadas de los discos de muchos grupos adorados en España son calcados de las portadas de grupos anglosajones reconocidos a nivel internacional en los que se destaca el aire golfo y arrogante de sus integrantes. 

Qué fatiga. Qué cansado es subir la roca una y otra vez hasta la cima de la montaña para ver después cómo se despeña de nuevo y hay que volver a empezar. Es tanto el trabajo pendiente y son tantos los obstáculos en el camino que a veces dan ganas de tirar la toalla.

Lo que pasa es que no hay manera de tirar la toalla, porque, una vez que se empieza a aplicar el análisis crítico en la vida cotidiana, ya no es posible volver a la actitud resignada de quien no es consciente de su opresión. 

Y esa es la gran maldición y la gran fortaleza del feminismo. Quizá ya no disfrutes como antes del mundo que te decían que era el que te tocaba habitar por el hecho de haber nacido mujer; la buena noticia es que participarás en la lenta construcción de otra realidad hecha a medida de las necesidades de la mitad de la población humana. No se trata de un proyecto individual. No es fácil y además tus opresores no te van a considerar precisamente una heroína ni una libertadora de la patria. Como brújula tenemos una vieja máxima que afirma que, si los enfadas, algo estás haciendo bien.

Puede que sea una máxima anti-cansancio aún no reconocida.