Ya
se sabe, un joven y una joven están sentados al fondo del bar, tomando algo,
dándose besos, riéndose, hablando de sus cosas y en un momento dado un
desconocido se acerca y les dice: Muy
bien, seguid, por favor, está muy bien lo que hacéis, con mirada lasciva y
aproximándose demasiado.
Ya
se sabe.
Esto
no sucede.
Tampoco
creo que les suceda a dos hombres gays, y menos aún creo que sea una mujer
heterosexual la que les suelte tal impertinencia. Más que nada, porque a las
mujeres no se nos socializa para dar por hecho que tenemos derecho a invadir el
espacio de nadie, menos aún si se trata de espacio masculino. No se nos
socializa para pensar que dos hombres que se besan necesitan de nuestra
aprobación para hacerlo y, sobre todo, no se nos socializa para que pensemos
que si dos hombres se están besando, lo hacen para excitarnos a nosotras.
Porque
a ellos no se los socializa para ser objetos sexuales. A nosotras sí.
Podría
decir que lo que nos sucedió hace tan solo una semana fue un incidente aislado,
pero no es así. Dos semanas antes tuvimos otros dos encontronazos en otro
local, el segundo más intenso que le primero porque el tipo se sorprendió al
ver que reaccionábamos mal. Imagínate: molestas a una pareja de un modo
bastante insolente y encima esperas que te reciban con aplausos. No le gustó
que nos enfrentáramos a él de un modo serio y sin concesiones. Supongo que
esperaba sonrisas tímidas, aquiescencia: temor.
Pero
los dos incidentes de hace tres semanas tampoco son hechos aislados. Hemos
echado cuentas y en un año nos hemos visto en situaciones semejantes un total
de seis veces. Seis veces que recordemos, claro. Es decir, que cada dos meses
toca soportar a un impresentable (por qué será que ninguna mujer nos ha
molestado hasta la fecha) que se cree con derecho a opinar sobre si hacemos
buena pareja o no, sobre si es sexy ver a dos mujeres dándose un beso o no. Supongo que creen que estamos ahí para
excitarlos a ellos, para cazarlos; no sabemos cómo hacer para acostarnos con
hombres, así que probamos a fingir que nos gustamos entre nosotras; de este
modo, activamos sus fantasías pornográficas y los atraemos. Se sorprenden
bastante cuando reaccionas con cara de pocos amigos. Sospecho que esperan una
invitación para un trío en el que él será nuestro macho alfa.
Al
fin y al cabo, el porno (al menos el mainstream, aunque sospecho que no hay
porno que no sea mainstream) les enseña que la sexualidad lésbica no existe
realmente. Se trata de un constructo pornográfico hecho para que ellos se
exciten (y participen, por supuesto).
La
raíz del problema es, sin duda, la creencia de que las mujeres no tienen
derecho a una autonomía corporal y sexual que excluya a los varones. Cómo
nos atrevemos a decir que nos sobra y nos basta y somos felices entre nosotras.
Ellos, como clase, están acostumbrados a que se les escuche y se les incluya en
todos los espacios que ellos demanden, y cualquiera que les niegue este acceso
puede ser víctima de la violencia. He aquí el quid.
Tras
cada acto de sumisión y resignación de las mujeres late el temor, muy real y
justificado, de sufrir una agresión violenta que puede o no ser sexual. Además,
nos encontramos en un Catch-22 sin
salida aparente, pues se enseña a las niñas que no tienen que confiar en los
desconocidos pero a la vez se las educa para que sean dulces y digan que sí
aunque realmente quieran decir que no, que pongan las necesidades de los otros
antes que las suyas propias, que no hieran los sentimientos de nadie, que sean
maternales y sexuales a la vez y que consideren su vida incompleta si no la
comparten con un hombre en una relación heterosexual.
Hace
un tiempo, mi amiga Maica me envió un documento (ver página 24) en el que se
puede leer un artículo sobre violencia sexual. La autora del mismo, Carmen Briz
Hernández, apunta con gran acierto que los medios de comunicación informan
sobre la violencia sexual de un modo tendencioso que hace a las mujeres responsables
de su propia violación. Nos violan porque hemos bebido alcohol, o porque hemos
cometido el error de confiar en un desconocido y le acompañamos a algún lugar
(los violadores no son monstruos con antenas, no hay manera de saber si el
hombre que está a tu lado va a agredirte o no), porque llevamos escote o faldas
cortas (paradójicamente si no vistes de un modo “femenino” también puedes ser
objeto de insultos y agresiones, por “marimacho”); nos violan porque caminamos
por un parque de noche, nos violan porque nos quedamos solas en nuestra propia casa
sin la protección de un hombre adulto. Nos violan porque no pueden evitarlo,
porque fuimos simpáticas y lo provocamos, nos violan porque les ignoramos y
vengaron su orgullo herido. Nos violan porque se nos ocurre transitar por un
parking, porque paseamos a solas por el campo.
Pero
no debemos engañarnos, la mayor parte de las agresiones las realizan personas
conocidas y allegadas a la víctima. Nos encontramos ante un nuevo callejón sin
salida, porque se espera de las mujeres que seamos receptivas ante los hombres,
que les incluyamos en nuestro espacio vital sí o sí, pero luego se nos culpa si
sufrimos una agresión física o sexual por su parte porque precisamente les hemos dejado acercarse demasiado.
Veo
el nexo de conexión entre los impresentables que nos molestan y la cultura de
violación y dominación de las mujeres que impregna todas las culturas. Por
supuesto no digo que una agresión sexual sea equivalente a un altercado con un
pesado que piensa que tiene derecho a molestar a una pareja, pero la raíz de
ambos problemas es común, endémica, y se silencia y acepta como inevitable.
No
lo es. Las mujeres no existimos para que los hombres nos miren, nos
interrumpan, nos invadan el espacio siempre que quieran.