domingo, 6 de septiembre de 2015

Treinta años y una ventana con árboles



Por la ventana de la cocina veo árboles. Veo hojas bastante verdes todavía. Veo también los primeros indicios del otoño que se aproxima. Una nunca sabe cómo será su vida cuando cumpla treinta años. Hay un momento de la infancia en el que nos preguntamos cómo seremos cuando tengamos 16, 18, 20 años. Yo ni siquiera llegué a preguntarme cómo sería al cumplir los treinta, excedía la dimensión de lo imaginable cuando la infancia parecía un camino juguetón sin asfaltar.

Desde luego no imaginaba que mi ventana estaría llena de árboles, de hojas crujientes de sol. La luz se va debilitando día a día, como suele suceder poco después de mi cumpleaños. Los colegios vuelven a abrir sus puertas, el viento nocturno sopla algo más frío cada noche que pasa. Se empañan un poco los domingos por la tarde con la promesa del trabajo que se agazapa al inicio de la semana; hay una suave nostalgia de la infancia que podría ser un sentimiento inventado, ficticio, pero que no deja de ser el equipaje sentimental necesario para llegar de una pieza al otro lado del equinoccio en el calendario.








jueves, 13 de agosto de 2015

Contradicciones sobre la práctica de la heterosexualidad


Que la heterosexualidad es una institución que perjudica a las mujeres sólo se entiende si se toma en consideración el estatus que, incluso a día de hoy, las mujeres como clase asumen dentro de este tipo de relación. No sólo en la cultura popular y en la tradición (en forma de novelas, canciones, relatos orales, etc) se refleja el papel subordinado que nos asignan por haber nacido con vulva, útero y ovarios, sino que no hace falta más que hablar con amigas heterosexuales o encender la televisión para ver que los estereotipos sobre los que se asienta la inferioridad femenina siguen vivos, muy vivos y coleando.

Trataré de ordenar mi discurso. 

En primer lugar, hay que señalar que la heterosexualidad se asienta, en gran medida, en los conceptos de masculinidad y feminidad. Se consideran esencias de carácter y expresión opuestas y complementarias. Incluso en el caso de las relaciones homosexuales, existe la creencia popular de que debe haber un miembro de la pareja femenino y otro masculino. Que dos personas puedan mantener una relación sentimental en la que los roles no estén designados de antemano parece inquietar mucho a la masa. Resulta curioso lo importante que es para muchas personas comportarse de acuerdo con lo que se espera de ellas por haber nacido con cierto órgano sexual y no otro.

Por otra parte, es muy importante destacar que la diferencia sexual (esto es, biológica), se construye socialmente (por tanto, de un modo artificial) como una diferencia jerárquica. Este punto es básico para comprender por qué no estoy de acuerdo con los postulados de "performatividad" de géneros de la teoría queer. Si ser una persona masculina o femenina no tuviera nada que ver con ocupar un lugar en una escala de poder, si de verdad fuese neutro comportarse como "un hombre de verdad" o "una mujer de verdad", no tendría yo ningún problema con reivindicar las identidades de género.

El quid de la cuestión, como señalan las feministas radicales, es que mientras exista el género, existirá la desigualdad entre los sexos. 

¿Cómo afecta el género en nuestras vidas? 

Hace que se enseñe a los varones, desde su más tierna infancia, a ocupar espacio, a hacer oír su voz, a ser decididos, a defenderse, a reclamar lo suyo. También se les enseña a mantener sus emociones a raya, lo cual sin duda les mutila emocionalmente de algún modo, pero no hemos de perder de vista que se los educa para ser miembros de la clase sexual superior. Por eso la heterosexualidad, en el caso de los varones, va unida indefectiblemente a la masculinidad. 

En el caso de las mujeres, el género nos afecta de un modo bastante diferente: nos enseñan a ocupar poco espacio, a sonreír mucho, a mantener la paz y no llevar la contraria, a no hacer ruido y ser buenas y estudiosas, aunque a la vez se nos educa para que pensemos que no merecemos llegar demasiado alto. Esto resulta muy ventajoso para los varones, pues hace que el techo de cristal pueda mantenerse ahí, en su sitio, durante generaciones, y para que sólo las feministas señalemos que existe. Al fin y al cabo, las feministas no tenemos peso real en la vida pública y política, por lo que el status quo no se resiente.

Una vez que hemos entendido que el género no es una simple expresión de gustos arbitrarios que nos hacen tragar con embudo desde la infancia (lo cual ya es de por sí preocupante), como la división de juguetes o la asignación absurda de colores en función del sexo de la criatura, sino que supone colocar a niños y a niñas en escalones diferentes de poder y autonomía; sólo en este momento, decía, podemos entender por qué la heterosexualidad no parece, a priori, la mejor opción para las mujeres.

Desde un punto de vista político, resulta curioso que las mujeres sean la única clase oprimida de la que se espera que ame a sus opresores. Esta idea no es novedosa en absoluto y desde luego no es mía. La llevan paseando las feministas radicales desde finales de los años 60, época en la que empezó a ser obvio que la revolución sexual había sido una trampa y un engaño para las mujeres.

Una ve o lee las noticias y prácticamente a diario nos enteramos de un nuevo asesinato de una mujer a manos de su pareja/ex pareja/ hijo/ padre; o de su desaparición, o de su violación o violaciones. En muchos casos la víctima es menor de edad, en otros tantos, se trata de una mujer adulta. Día tras día. 

Yo me pregunto: Si con la frecuencia con la que vemos y leemos estas noticias, nos enterásemos de que los miembros de una etnia x le hacen todas estas cosas  que acabo de mencionar a los miembros de otra etnia x de un modo sistemático, ¿saltarían las alarmas? ¿Hablaríamos de conflicto racial generalizado? 

Sin duda la opinión generalizada sería que existe un conflicto a nivel profundo, que unos oprimen a los otros y que esto no puede consentirse en una sociedad democrática y de derecho, como a muchos les encanta decir como en una frase hecha. 

Lo que sería curioso es que les dijeran a los miembros de la clase oprimida, predispuestos por tradición y experiencia a sufrir los ataques de la otra etnia, que lo normal y deseable es que se casen con ellos y tengan hijos y les pongan el apellido de su opresor en potencia. Si estas personas protestasen y hablasen de los altos índices de violencia y discriminación económica, sexual y laboral que sufren a manos de sus opresores, podríamos decirles que, bueno, no todos los miembros de esa etnia les oprimen, sólo algunos que son algo más retorcidos y que no representan a la mayoría. Pero en general, les diríamos, debéis no sólo fiaros de ellos, sino amarlos. Debéis aprender a desear y a erotizar vuestra diferencia de poder.

Menuda disonancia cognitiva sentirían estas personas al encender la televisión otro día más y enterarse de otra agresión a un miembro de su clase por parte de esa otra etnia a la que en teoría deben amar. Y que les vuelvan a repetir que, también ese nuevo asesinato es puntual, que ese pánico que sienten al salir a la calle por la noche ante la posibilidad de sufrir una violación no se corresponde con un peligro real, porque no existe un problema generalizado de violencia contra ellos.

Aquí termino con la analogía, que yo creo que se entiende bastante bien.

Por último, hay otro asunto muy importante, el de la culpabilización de las propias víctimas, mujeres, por las agresiones sufridas a manos de los hombres que las pegan o las violan o las matan o las secuestran. 

La víctima puede librarse de que la culpen si se dan muchas circunstancias a la vez: que estuviera acompañada de varón pero que ni él mismo pudiese protegerla, que ella no hubiese empezado a interactuar con su agresor por propia voluntad, que la agresión se produjera en su propia casa a plena luz del día, etc. 

Son raros los casos en los que la víctima es reconocida como tal, sin añadir a la conversación comentarios que den a entender que ella podría haber prevenido la agresión de alguna manera. Se cambia el foco del agente que realiza la acción hacia la agredida, como si nos olvidásemos de que el agresor es quien realiza el daño, y la atención se centra en lo que la víctima hizo mal, lo que dejó de hacer, lo que podría haber hecho para evitar los golpes o la violación.

Esta es una lógica perversa que da lugar a dos paradojas:

1- No hay manera de estar a salvo. 

Si vives sola, no debes decir que vives sola. Es mejor que pongas el nombre de un varón en el buzón, aunque ese señor no exista. Si sales a la calle, es mejor que estés acompañada, mejor si es un hombre el que lo hace. Si sales a la calle sola, hazte a la idea de que pueden agredirte en cualquier momento, especialmente si lo haces entre la puesta y la salida del sol (aunque conozco un caso reciente que hace que me hierva la sangre en la que la mujer agredida caminaba por su barrio a las tres de la tarde de un domingo, lo cual no le evitó escuchar comentarios como: "a quién se le ocurre ir sola por la calle a esas horas". Esto es rigurosamente verdad, aunque no lo parezca).

También hay que tener otras muchas precauciones, como tener el teléfono a mano si sentimos que un hombre nos sigue de cerca durante demasiado rato, no beber en exceso si no queremos que nos echen droga en la bebida y abusen sexualmente de nosotras, porque eso no se considerará violación, sino un descuido imperdonable por nuestra parte. ¿Cómo se nos ocurre pensar que podemos salir por ahí a bailar y a tomar unas cañas sin correr el riesgo de que nos droguen y nos violen? Hay que asumir el riesgo, normalizar que muchos hombres drogan y violan a las mujeres y enfocar la responsabilidad en esas mujeres que pretenden tener autonomía sobre su cuerpo y su tiempo libre.

La lista es interminable: una no está a salvo en la calle ni en el ámbito público, pero también en casa pueden entrar y atacarnos, y entonces se nos culpará porque cómo se nos ocurre fiarnos de ese hombre que se hace pasar por el técnico de mantenimiento de la caldera, por ejemplo. La culpa no es de él, que decide agredirnos, la culpa es nuestra por no saber de quién no podemos fiarnos.  Y esto me lleva al segundo punto:



2- No hay manera de distinguir al posible agresor del hombre bueno en el que debemos confiar y al que debemos entregarnos en cuerpo y alma.

Este es el núcleo duro de mi tesis en este texto: la heterosexualidad es una trampa para las mujeres en el patriarcado violento en que vivimos porque no hay un modo fidedigno de averiguar si el hombre que tenemos al lado va a decidir atacarnos o no. 

Hay estereotipos que pueden ayudarnos a prevenir agresiones: el yonqui de turno que se nos acerca, o el hombre borracho al que vemos venir hacia nosotras haciendo eses dos calles más abajo. Lo que sucede es que la mayoría de las agresiones, hasta dos tercios de las que se registran de manera oficial, las llevan a cabo hombres conocidos o allegados de la víctima.

Quién no ha visto en las noticias a ese vecino escandalizado de que no sé quién matase a machetazos a su ex mujer, si siempre saludaba en la escalera. Los violadores en masa no son tipos raros con problemas mentales que abusan de niñas en los parques. Esos son los menos comunes, aunque claro que existen. El violador más habitual, como saben las personas que se dedican a ayudar a las víctimas de violación, son familiares, amigos, parejas de estas mujeres que decidieron confiar en la persona equivocada porque no tenían manera de saber que estaban cometiendo un error.

Concluiré diciendo que el patriarcado, con la institución de la heterosexualidad como bandera, obliga a las mujeres a que veneremos a los varones de nuestra vida, ya sean estos padres, abuelos, hermanos, hijos, esposos. Hemos de buscar su compañía, opiniones y protección para poder ser mujeres auténticas y para sentirnos de verdad realizadas. 

Se nos obliga asimismo a no ver ni analizar la sistematicidad de la violencia que se ejerce día tras día contra nosotras, violencia que es física, sexual, simbólica y económica. No sólo debemos amar a nuestros hombres y no ver la violencia que sufrimos, sino que además, en el caso de que no podamos negar lo evidente de los golpes en nuestra piel, deberemos asumir nosotras la responsabilidad de la agresión recibida. 

Es una locura, es una lógica perversa y es lo que me hace afirmar que, en nuestro contexto patriarcal, la heterosexualidad no es ese lugar ideal de felicidad y realización personal del que nos hablan desde la infancia. Yo creo que el lesbianismo político se merece una entrada por sí mismo, y funcionará como una segunda parte de esta que ahora termino.




domingo, 10 de mayo de 2015

La pequeña vida que habitamos


Pasan los días y las semanas con tanta rapidez que apenas registro la fecha en que me encuentro. A mí me gustaría poder abrir paréntesis a voluntad, establecer zonas de paz donde encontrarme con ella, a la que tan poco veo. Se puede echar de menos a alguien que vive en tu misma ciudad, a alguien con quien hablas cada día, porque es siempre la prisa la que gobierna y regula los encuentros. 

Somos esclavas del reloj y lo sabemos.

Quiero pensar que hay otra existencia posible en la que la encontraré sin prisa y podremos reconocernos con cuidado, sin apremios. Entonces empezaremos a hacer nuestra esta pequeña vida que habitamos.




PETICIÓN 

He caminado mucho
y he ido perdiendo las alas
pero tú, que no pisas la tierra, 
haz que mi mente vuele alto.
Vayamos a la luna en un globo aerostático,
la brisa será la que nos lleve:
Fuego y viento para que hagamos nuestra
esta pequeña vida que habitamos.

Mi corazón es un patio
dentro de una celda que empequeñece.
Pero tú, que tienes la llave, 
ven y dame las respuestas.
En algún mar atemperado por el sol
mi sueño recobra el aliento: 
Agua y sal para que hagamos nuestra
esta pequeña vida que habitamos.

Tengo un nudo en la garganta
que cada vez se aprieta más.
Ven y haz música
con la locura que me gobierna.
Y si son puras las palabras y las notas,
cántalas para tu alegría.
Hagamos nuestra, con una canción,
esta pequeña vida que habitamos.


Παράκληση, 1999
Letra y música: Alkínoos Ioannídis
Intérpretes: Alkínoos Ioannídis, Haris Alexiou, Sokratis Malamas



miércoles, 25 de marzo de 2015

Lesbofobia en un contexto de violencia contra las mujeres


Ya se sabe, un joven y una joven están sentados al fondo del bar, tomando algo, dándose besos, riéndose, hablando de sus cosas y en un momento dado un desconocido se acerca y les dice: Muy bien, seguid, por favor, está muy bien lo que hacéis, con mirada lasciva y aproximándose demasiado.

Ya se sabe.

Esto no sucede.

Tampoco creo que les suceda a dos hombres gays, y menos aún creo que sea una mujer heterosexual la que les suelte tal impertinencia. Más que nada, porque a las mujeres no se nos socializa para dar por hecho que tenemos derecho a invadir el espacio de nadie, menos aún si se trata de espacio masculino. No se nos socializa para pensar que dos hombres que se besan necesitan de nuestra aprobación para hacerlo y, sobre todo, no se nos socializa para que pensemos que si dos hombres se están besando, lo hacen para excitarnos a nosotras.

Porque a ellos no se los socializa para ser objetos sexuales. A nosotras sí.

Podría decir que lo que nos sucedió hace tan solo una semana fue un incidente aislado, pero no es así. Dos semanas antes tuvimos otros dos encontronazos en otro local, el segundo más intenso que le primero porque el tipo se sorprendió al ver que reaccionábamos mal. Imagínate: molestas a una pareja de un modo bastante insolente y encima esperas que te reciban con aplausos. No le gustó que nos enfrentáramos a él de un modo serio y sin concesiones. Supongo que esperaba sonrisas tímidas, aquiescencia: temor.

Pero los dos incidentes de hace tres semanas tampoco son hechos aislados. Hemos echado cuentas y en un año nos hemos visto en situaciones semejantes un total de seis veces. Seis veces que recordemos, claro. Es decir, que cada dos meses toca soportar a un impresentable (por qué será que ninguna mujer nos ha molestado hasta la fecha) que se cree con derecho a opinar sobre si hacemos buena pareja o no, sobre si es sexy ver a dos mujeres dándose un beso  o no. Supongo que creen que estamos ahí para excitarlos a ellos, para cazarlos; no sabemos cómo hacer para acostarnos con hombres, así que probamos a fingir que nos gustamos entre nosotras; de este modo, activamos sus fantasías pornográficas y los atraemos. Se sorprenden bastante cuando reaccionas con cara de pocos amigos. Sospecho que esperan una invitación para un trío en el que él será nuestro macho alfa.

Al fin y al cabo, el porno (al menos el mainstream, aunque sospecho que no hay porno que no sea mainstream) les enseña que la sexualidad lésbica no existe realmente. Se trata de un constructo pornográfico hecho para que ellos se exciten (y participen, por supuesto).
La raíz del problema es, sin duda, la creencia de que las mujeres no tienen derecho a una autonomía corporal y sexual que excluya a los varones. Cómo nos atrevemos a decir que nos sobra y nos basta y somos felices entre nosotras. Ellos, como clase, están acostumbrados a que se les escuche y se les incluya en todos los espacios que ellos demanden, y cualquiera que les niegue este acceso puede ser víctima de la violencia. He aquí el quid.

Tras cada acto de sumisión y resignación de las mujeres late el temor, muy real y justificado, de sufrir una agresión violenta que puede o no ser sexual. Además, nos encontramos en un Catch-22 sin salida aparente, pues se enseña a las niñas que no tienen que confiar en los desconocidos pero a la vez se las educa para que sean dulces y digan que sí aunque realmente quieran decir que no, que pongan las necesidades de los otros antes que las suyas propias, que no hieran los sentimientos de nadie, que sean maternales y sexuales a la vez y que consideren su vida incompleta si no la comparten con un hombre en una relación heterosexual.

Hace un tiempo, mi amiga Maica me envió un documento (ver página 24) en el que se puede leer un artículo sobre violencia sexual. La autora del mismo, Carmen Briz Hernández, apunta con gran acierto que los medios de comunicación informan sobre la violencia sexual de un modo tendencioso que hace a las mujeres responsables de su propia violación. Nos violan porque hemos bebido alcohol, o porque hemos cometido el error de confiar en un desconocido y le acompañamos a algún lugar (los violadores no son monstruos con antenas, no hay manera de saber si el hombre que está a tu lado va a agredirte o no), porque llevamos escote o faldas cortas (paradójicamente si no vistes de un modo “femenino” también puedes ser objeto de insultos y agresiones, por “marimacho”); nos violan porque caminamos por un parque de noche, nos violan porque nos quedamos solas en nuestra propia casa sin la protección de un hombre adulto. Nos violan porque no pueden evitarlo, porque fuimos simpáticas y lo provocamos, nos violan porque les ignoramos y vengaron su orgullo herido. Nos violan porque se nos ocurre transitar por un parking, porque paseamos a solas por el campo.

Pero no debemos engañarnos, la mayor parte de las agresiones las realizan personas conocidas y allegadas a la víctima. Nos encontramos ante un nuevo callejón sin salida, porque se espera de las mujeres que seamos receptivas ante los hombres, que les incluyamos en nuestro espacio vital sí o sí, pero luego se nos culpa si sufrimos una agresión física o sexual por su parte porque precisamente les hemos dejado acercarse demasiado. 

Veo el nexo de conexión entre los impresentables que nos molestan y la cultura de violación y dominación de las mujeres que impregna todas las culturas. Por supuesto no digo que una agresión sexual sea equivalente a un altercado con un pesado que piensa que tiene derecho a molestar a una pareja, pero la raíz de ambos problemas es común, endémica, y se silencia y acepta como inevitable.


No lo es. Las mujeres no existimos para que los hombres nos miren, nos interrumpan, nos invadan el espacio siempre que quieran.



viernes, 20 de marzo de 2015

Soy tan fócil


- Una o dos veces -respondió Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir con ellos, y que cuando no los entienda, diga: <<Sancho, o diablo, no te entiendo>>; y si yo no me declarare, entonces podrá enmendarme, que yo soy tan fócil...

-No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sé qué quiere decir soy tan fócil.

-Tan fócil quiere decir -respondió Sancho- 'soy tan así'.


lunes, 2 de marzo de 2015

Las obviedades, el cansancio


Si una analiza con un poco de atención los mensajes que llegan al imaginario colectivo acerca del feminismo, de los logros conseguidos y de su vigorosa agenda pendiente, se corre el riesgo de caer en la desesperación y la abulia. 

Pienso en el movimiento sufragista, por ejemplo. Se habla de cuándo consiguieron las mujeres el derecho a voto en tal o cual país y parece que se esté hablando de un fenómeno inevitable que tenía que llegar antes o después a todos los países del mundo. Pero no es así. A día de hoy todavía existen países donde el voto femenino está limitado (como en el caso de Líbano, donde las mujeres necesitan haber completado la educación básica para poder votar, requisito que no se exige a los varones) o en el Vaticano, donde sólo pueden votar los cardenales (ergo, hablamos de hombres) menores de ochenta años.

No, no hablamos de un fenómeno inevitable como la llegada del otoño o de la primavera. 

La lucha sufragista fue muy larga, penosa, se llevó vidas (de mujeres) por delante. Requirió huelgas de hambre, ventanas rotas, innumerables protestas, marchas, discursos que daban lugar a carcajadas masculinas, a chistes soeces como respuesta. (Y comprobamos a diario que las cosas no han cambiado nada en ese sentido.)


Desde el comienzo de la lucha feminista lo que las mujeres hemos exigido es que se nos reconozca como miembros plenos de la sociedad, como ciudadanas y seres humanos completos, porque, y ese ha sido siempre el motor teórico del movimiento en todas sus variantes ideológicas, el hecho de poseer un aparato reproductor determinado no debería suponer ningún tipo de ventaja ni de desventaja a la hora de acceder a la ciudadanía y los derechos políticos y civiles que ésta conlleva. 

Es tan obvio que se nos olvida, ¿no es cierto? 

Estamos socializadas para la aquiescencia, para no levantar la voz ni dar problemas. Un joven defiende una idea apasionadamente y se le aplaude y se le cita y se lo toma como ejemplo. O se le critica, pero no se le amenaza con violarlo ni se comenta si la camiseta que lleva le queda poco o muy ajustada, ni siquiera en el caso de que su camiseta sea francamente fea. Esto es así porque no pertenece a la clase sexualmente dominada. Enmascararlo con excusas y circunloquios es un modo más como otro cualquiera de mantener intacto el status quo, los privilegios de unos y la resignación, por pura necesidad de supervivencia, de otras. 

No hace falta buscar ejemplos extremos, injustificables en un país en teoría avanzado; lo cierto es que podría dedicar la tarde a copiar y pegar enlaces y en estos casos estaría únicamente hablando de España. No hace falta salir de nuestras fronteras para desesperarse, pero si lo hacemos, la desesperación crece y crece y parece inagotable.

Ya ni siquiera puedo disfrutar como lo hacía antes de las artes, la literatura, la cultura popular. Cuando lo hago es porque decido silenciar a mi conciencia durante un rato, la hora y media que dura la película, los cuarenta minutos del episodio, los cuatro de la canción o el tiempo que me lleva engullir, prescindiendo de todo análisis crítico, las páginas de alguna novela.

Leo suplementos culturales que antes disfrutaba y ahora me hacen arquear una ceja. Casualmente, de los diez mejores libros de 2014 sólo hay uno escrito por una mujer. Sabemos que esto es pura casualidad. O que lo que sucede es que en realidad las mujeres escriben peor, sobre una realidad limitada, la de su experiencia como mujeres. Ellos, en cambio, escriben verdadera literatura aunque lo hagan a través de personajes femeninos, porque se les concede la autoridad que hace falta para definir qué es universal y qué es anecdótico. Es decir, tienen la autoridad para crear el canon que todo el mundo debe respetar. Un ejemplo opuesto habría llamado inmediatamente la atención: si de los diez libros del año sólo uno hubiese estado escrito por un hombre, en fin, habrían corrido ríos de tinta. De la digital y de la de verdad. Estoy segura de que en ese caso se hablaría de la enésima muerte de la novela, o de cómo la calidad de ésta se ha reducido tanto que hasta nueve mujeres pueden hacerse con las diez vacantes de honor que se reservan cada año a tal efecto.

Navego, por puro masoquismo, entre varios blogs de jóvenes aspirantes a escritores, todos ellos varones, que se lanzan fuertes abrazos entre sí y se cantan varoniles alabanzas. De vez en cuando se cuela entre ellos una presencia femenina que, en fin, está ahí pero no pinta mucho y se nota. Digamos que se le permite estar ahí siempre y cuando acate las normas de los chicos y no dé mucha guerra. 

En el ámbito de la nueva poesía hay mujeres jóvenes muy buenas a las que sigo, aunque a veces me entristece comprobar cómo se entregan al fun feminism porque quejarse demasiado es poco femenino y porque hablar brutalmente de sexo gana puntos entre los hombres, especialmente entre los que, como miembros de la generación digital, son acólitos de la pornografía y no se inmutan al ver a mujeres vomitar o llorar medio ahogadas porque las penetran oralmente hasta la garganta. Ya he hablado de la pornografía que actualmente es mainstream. Trata de prácticas que en cualquier otro contexto se considerarían tortura. 

Pero, claro, erecciones.

La música. Ah, la música. Qué hay del postureo machirulo en la escena indie, que desde luego no es exclusivo de ese tipo de música. Puedo enumerar todos los géneros y estilos, y en todos existe el mismo aire de fratría audaz y canalla que sabe lo que hace y además se lo pasa muy bien reproduciendo estereotipos sexistas en letras y videoclips. Las portadas de los discos de muchos grupos adorados en España son calcados de las portadas de grupos anglosajones reconocidos a nivel internacional en los que se destaca el aire golfo y arrogante de sus integrantes. 

Qué fatiga. Qué cansado es subir la roca una y otra vez hasta la cima de la montaña para ver después cómo se despeña de nuevo y hay que volver a empezar. Es tanto el trabajo pendiente y son tantos los obstáculos en el camino que a veces dan ganas de tirar la toalla.

Lo que pasa es que no hay manera de tirar la toalla, porque, una vez que se empieza a aplicar el análisis crítico en la vida cotidiana, ya no es posible volver a la actitud resignada de quien no es consciente de su opresión. 

Y esa es la gran maldición y la gran fortaleza del feminismo. Quizá ya no disfrutes como antes del mundo que te decían que era el que te tocaba habitar por el hecho de haber nacido mujer; la buena noticia es que participarás en la lenta construcción de otra realidad hecha a medida de las necesidades de la mitad de la población humana. No se trata de un proyecto individual. No es fácil y además tus opresores no te van a considerar precisamente una heroína ni una libertadora de la patria. Como brújula tenemos una vieja máxima que afirma que, si los enfadas, algo estás haciendo bien.

Puede que sea una máxima anti-cansancio aún no reconocida. 



miércoles, 25 de febrero de 2015

Rosalía de Castro


Ayer en clase encendí el ordenador para hacer unas actividades online con los niños. Lo dejo siempre para la última media hora porque sé que es lo único que los mantiene atentos y sentados después de hacer los deberes; es lógico, yo también quiero salir a jugar cuando acabo los deberes.

Google mantuvo ayer durante todo el día un doodle de Rosalía de Castro, porque se cumplían 178 años de su nacimiento. Ahí estaba ella, hermosa y segura de sí misma, esbozando una sonrisa casi imperceptible pero exacta, como exactos eran sus versos, especialmente los de Vaguedades, la primera parte de su Follas novas (1880). Son los que a mí más me gustan por esa cualidad de exactitud que mencioné antes. Parecen proverbios y también parecen cantos populares. Me gusta mucho el poema VI de esa primera parte; hacía mucho que no lo leía (seguramente desde segundo de bachillerato) pero anoche, antes de dormir, estuve hojeando ese ejemplar de Follas Novas que alguien me prestó hace un par de años y que nunca le devolví a su dueño. Sí, lo confieso, he prestado libros que he perdido pero también he hecho míos libros que tomé prestados de otras personas.

Me golpeó con fuerza este poema VI de esa colección de Vaguedades. Creo que es un epitafio perfecto y a la vez el más perfecto poema de amor.


¿Qué pasa a mi alrededor?
¿Qué me pasa que yo no sé?
Tengo miedo de una cosa
que vive y que no se ve.
Tengo miedo a la desgracia traidora
que viene, y que nunca se sabe dónde viene.


Mis niños me preguntaron quién era esa señora antigua que salía en la cabecera del buscador. Les hablé un poco de ella pero no parecieron muy impresionados. Ojalá, cuando sean un poco mayores, se asombren de lo libre y feminista que fue, y que lleguen a leer este poema que a mí anoche me gustó tanto. 

Es un don ser capaz de expresar en tan pocas palabras, en unos pocos versos juguetones, la profundidad del miedo cotidiano a perder lo que nos es querido, la fragilidad del amor, de la vida humana.


miércoles, 18 de febrero de 2015

Sobre la masculinidad


Leo con incomodidad los contenidos de algunas campañas destinadas a prevenir la explotación sexual infantil o el maltrato físico contra las mujeres. A pesar de todo, entiendo que se realizan con la mejor intención del mundo y un deseo sincero de erradicar estas formas de violencia que existen a nivel global. Eslóganes como Los hombres de verdad no compran niñas o Los hombres de verdad no golpean a las mujeres me producen un rechazo instintivo. Instintivo, sí, aunque no resulta difícil razonarlo.

En primer lugar, cabe preguntarse a qué nos referimos cuando apelamos a los hombres de verdad. La respuesta está clara: un hombre de verdad es aquel que representa correctamente el rol reconocido a nivel social como masculino. Es decir, un hombre de verdad es aquel que recrea adecuadamente la ficción de la masculinidad. 

Trataré de ir por partes y de no dejarme nada en el tintero.

Empezaré hablando de biología.

Los seres humanos nacemos sexuados y ciertamente yo, en mi caso, poseo un aparato reproductor femenino que puedo o no usar a voluntad porque *ping ping* somos animales que se autodenominan como racionales. Esto quiere decir que reflexionamos sobre nosotros mismos y creamos cultura allá donde vamos y hagamos lo que hagamos, lo cual incluye el uso de los genitales en soledad o en compañía. Los varones poseen genitalia masculina. (La transexualidad se merece no sólo otra entrada sino todo un blog entero, así que de momento dejaré ese tema a un lado).

Hasta ahí todos estamos más o menos de acuerdo.

Decía yo que creamos cultura allá donde vamos y hagamos lo que hagamos. Tanto es así que desde tiempos remotos y a través de las culturas se ha creído

1. Que el varón adulto es la medida de todas las cosas y el ser humano por defecto. No en vano muchas lenguas reflejan este hecho generalizando a la especie en masculino. Habrá quien diga que es simple coincidencia cósmica; cada uno pone la fe donde más le conviene.

2. Que los genitales femeninos, la capacidad de gestar un ser humano y de parirlo produce unas extrañas alteraciones del ánimo, del carácter y de la personalidad que convierten a las mujeres en seres inferiores. El discurso de la inferioridad innata de las mujeres asociada a su aparato reproductor puede verse rebajado actualmente en depende qué contextos, pero seguimos viviendo bajo la influencia de esta creencia tan generalizada.

Lo que sucede es que, al extrapolar las diferencias genitales a rasgos de carácter en teoría universales, se cae en el pozo sin final de los prejuicios. Que poseer ovarios y útero produzca unos rasgos de carácter concretos no se sostiene en absoluto, pero se trata de una creencia tan profunda y tan aceptada en todos los niveles de la vida cotidiana que resulta francamente difícil erradicarla.

No es un asunto menor este de los prejuicios. Sin prejuicios no existirían oraciones como los hombres de verdad no golpean a las mujeres. 

Entiendo que lo que se pretende al enunciar ese eslógan es revertir uno de los prejuicios que generalmente se asocia con la masculinidad: la agresividad y el deseo de dominar al otro. Está bien, digamos que a través de esta campaña el planeta Tierra se pone de acuerdo en que los hombres de verdad hombres no golpean a las mujeres. Lo reemplazaremos por algo bonito, espero. Qué tal los hombres de verdad tratan con respeto a las mujeres que hay en su vida. 

Caramba, cualquiera diría que la "nueva masculinidad" se corresponde, ni más ni menos, con la decencia básica de cualquier persona que respeta los derechos humanos.

A mí esto me resulta problemático. Que haya que recurrir al masaje del ego (sé un hombre de verdad y no pegues a tu mujer/novia/ex) para que la mitad de la humanidad se comporte de acuerdo con unos estándares básicos de civismo me deja muy intranquila.

Como feminista radical, veo con toda claridad que este mensaje no va a hacer que los hombres dejen de someter a las mujeres. El problema no es que los varones se sientan con derecho a recibir galletitas de premio cada vez que no pegan a una mujer queriendo hacerlo, el problema es que se sigue alimentando la idea de que existe algo llamado masculinidad. Y, hablemos con sinceridad, sin masculinidad el patriarcado no podría sostenerse. El sistema de sexo-género es un sistema jerárquico, nos guste o no. Podemos vivir en el espejismo de la igualdad del que ya he hablado en otras ocasiones, pero la realidad es que las mujeres como clase no disfrutan de la misma posición dentro de la sociedad que los hombres con los que comparten su vida. 

Me molesta especialmente cuando se dice que los hombres necesitan al feminismo y el feminismo a ellos porque así podrán liberar sus emociones y llorar sin temor a ser juzgados y podrán cocinar y cuidar de sus hijos sin que sus amigos se rían de ellos por calzonazos. La pregunta es por qué no se organizan entre ellos para defender su derecho a llorar, a cocinar, a cuidar de sus hijos a tiempo completo mientras su mujer trabaja fuera de casa. Y he de decir algo: si los hombres, como clase, considerasen que ese tipo de labores les son imprescindibles para ser felices, creedme, las llevarían a cabo desde hace mucho tiempo. Es posible que incluso excluyeran de ellas a las mujeres como las excluyen activamente de los centros de poder y de decisión de un modo sistemático. 

No nos engañemos, cuando se habla de una nueva masculinidad, o de masculinidades, no estamos más que haciendo una nueva concesión al ego ya bastante alimentado de una clase social instalada y feliz en el poder. Me encantaría echarme a llorar con libertad, pero voy a sacrificar mis sentimientos y mi empatía porque es necesario que domine la política y la economía; qué le vamos a hacer, es mi cruz. Pero, eh, feministas, seguid a lo vuestro, a ver si un día me sacáis de mi triste cárcel mental.

La homofobia no se entendería si la masculinidad no fuera una expresión de poder de la clase dominante. No en vano, la discriminación que sufren los varones homosexuales es diferente a la que sufren las mujeres lesbianas. A ellos se los humilla porque, habiendo nacido con los genitales que confieren automáticamente un estatus social dominante, deciden mantener relaciones sexuales con otros miembros de la clase dominante, lo cual implica, de acuerdo con el esquema heteronormativo, que uno de los dos habrá de asumir un rol pasivo, sometido: femenino.

El tipo de homofobia al que nos enfrentamos las lesbianas es diferente. A los hombres homosexuales se los desprecia, a nosotras se nos teme. Nosotras hemos nacido con los genitales que automáticamente nos sitúan en la clase dominada, pero, por motivos varios, deseamos mantener relaciones sexuales y afectivas con mujeres, esto es, con otros miembros de la clase inferior. 

No hace falta haber leído a Marx para saber que no hay nada que inquiete más al poder hegemónico que el hecho de que los seres con menos recursos se unan y protejan entre sí sus intereses. 

Por todo ello, a las mujeres se nos educa desde que nacemos para la sumisión, para que pensemos que la entrega al otro nos hace dignas de amor y respeto, para que pensemos que nuestra misión en la vida es cuidar y atender a los demás, y, sobre todo, para que pensemos que tener objetivos vitales alejados de la heterosexualidad (con todos los deberes que la heterosexualidad deposita sobre nosotras) y perseguirlos con determinación nos convierte en personas egoístas y sin corazón. 

Y a eso se le llama feminidad.

Es femenino ocupar poco espacio, aunque para ello tengamos que adoptar una postura incómoda o consentir que otros se nos acerquen demasiado.

Es femenino considerar que nuestro cuerpo no es la máquina más potente y perfecta que tendremos jamás, sino una eterna escultura que jamás podremos perfeccionar lo suficiente. Esto es así porque es femenino vivir pendiente del juicio masculino sobre nuestra apariencia física, y derivar de él nuestro amor propio. 

Es femenino no defenderse ante un ataque, ni expresar con claridad y firmeza nuestras ideas o necesidades. Hacerlo supone un ingreso automático en la categoría de mujer mandona o poco razonable, incluso aunque se defiendan las propias ideas con calma y claridad.

Tanto la feminidad como la masculinidad son constructos que pueden destrozarse con poco esfuerzo pero mucha voluntad. No me preocupa que la masculinidad robe a los hombres su capacidad de llorar. Me preocupa mucho más que la masculinidad lleve en su ADN el sello de la agresividad y la dominación, por mucho que algunas bienintencionadas campañas traten de convencernos de lo contrario. La masculinidad mata a diario. Viola a diario. La creencia en la existencia de esos entes puramente culturales, la masculindad y la feminidad, sostiene de modo sistemático esta jerarquía que oprime mayoritariamente a las mujeres.

No golpear ni comprar (o vender) seres humanos es el mínimo estándar que debe exigirse a cualquiera para permitirle vivir en sociedad. Me niego a adornarlo llamándolo hombría. La masculinidad como concepto rezuma privilegios se mire por donde se mire y no, muchas gracias, no voy a acariciar más el ego de quienes, por otra parte, ya lo tienen bastante mimado sin mi ayuda.

miércoles, 28 de enero de 2015

Quitarnos la capa


Yo siempre le digo lo mismo: las filólogas nunca duermen. Se ríe porque la que no duerme, cuando le dan los ataques de insomnio, es ella. 

No dormimos las filólogas porque hasta en sueños aparecen palabras y se retuercen y hasta se inventan, y porque una buena filóloga siempre está de guardia, por si algún refrán o alguna etimología la necesitan.

A veces consulto el Diccionario de la RAE como quien abre una revista. Casi nunca me deja indiferente. En ocasiones me sorprende el origen de una palabra y otras veces comprendo que tengo que incluir lo que sea que he descubierto en mi vida (¿acaso hay algo más divertido que darse cordelejo, por ejemplo?) En ocasiones me desespera la lentitud de la Academia para actualizar los usos de ciertos términos o para eliminar la misoginia rampante de sus definiciones pero en fin, ahí estamos el Diccionario y yo, yo y el Diccionario, en nuestra perpetua relación de amor y odio.

Y busqué escapar.

Y encontré que lo que significa literalmente es "quitarse la capa". 

Se me ha quedado cara de tonta desde entonces y no preveo que se me pase hasta que nos quitemos la capa de aquí a unos días, por fin, por fin, en esa habitación a media luz que nos espera.



jueves, 22 de enero de 2015