martes, 25 de noviembre de 2014

Apuntes de librería (IX)


En la librería a menudo suceden cosas inexplicables que, me parece, dan mucha información sobre cómo está el patio por estos pagos. No se debe generalizar, pero:


- Hay personas que te preguntan si pueden pagar con tarjeta de crédito como si te estuvieran confesando un asesinato.

- Muchos clientes viven con auténtica angustia el momento de presenciar cómo les envuelves el libro para regalo: no importa que ellos mismos hayan visto cómo le quitabas la pegatina del precio (en ocasiones, incluso te arrancan el libro de las manos para quitársela ellos mismos), preguntan incansables: No tendrá el precio dentro, ¿verdad?

- La librera es un lobo para la humanidad, imagino. Sólo así me explico que desconfíen tanto cuando escuchan: Lo siento, no lo tenemos. A veces se abalanzan sobre la pantalla del ordenador, porque, no cabe duda, tengo el libro en la tienda pero no se lo quiero vender.

- Muchas personas no entienden que no, aquellos libros de oferta, pequeñitos, con fotografías de coches, que teníamos hace dos años y medio en ese mismo sitio donde ahora hay un palé de cuentos infantiles, ya no existen. Ya no están. Se vendieron. O se devolvieron. O usted soñó con ellos.

- Hay quien piensa que si te sonríe con candidez y te pregunta: ¿Este libro no tiene descuento? Le darás un café y le aplicarás tu descuento de empleada. Mmmm. Not gonna happen.

- ¿Cuántos niños pueden quedarse olvidados en las librerías españolas cada año?

- Mucha gente se decepciona al enterarse de que no, no he leído ninguno de los best-sellers de la mesa de novedades. Lo siento, tampoco me he leído ese otro libro de ahí cuya portada le llama tanto la atención. Salió ayer a la venta. AYER.

- Si alguien decide que quiere algo del escaparate, esperará a que la tienda se llene de gente, a que se les forme cola detrás, y entonces te lo pedirán. En general tienen la puntería de acertar los días en que el almacén está impracticable. Sales de allí con un machete en la boca y uno de esos pequeños bolsos carísimos en la mano y te preguntas: ¿qué carajo hago yo aquí? 

- Muchos clientes piensan que tienes la capacidad de leer sus mentes, así que te piden los libros por su título, in media res, sin introducción ni tonterías, lo que da lugar a preguntas inolvidables.

   * Buenas; ¿Perdona, pero quiero casarme contigo?

   * Hola, ¿tienes al monje que vendió su Ferrari?

   * Buenas tardes, ¿me puedes dar El poder?

   *  Hola, ¿La felicidad es un té contigo?


Pues mire usted, no a todo. Soy una simple mortal agobiada cuyo plan de futuro inmediato es irse de psicocañas en cuanto cierre la tienda.


viernes, 21 de noviembre de 2014

El Síndrome de Estocolmo Social


En Loving to Survive (1994), Dee L. R Graham, Edna I. Rawlings y Roberta Rigsby proponen una tesis nada descabellada que permite explicar por qué, contra todo pronóstico, las mujeres como clase siguen confiando en los varones como clase a pesar de las altísimas tasas de violencia (que en ocasiones conllevan la muerte) que las primeras padecen a manos de los segundos en todos y cada uno de los países del mundo.

Tal y como articuló la gran Sheila Jeffreys en su libro Anticlimax (1991), resulta curioso comprobar cómo la defensa de la heteronormatividad no tiene fisuras, independientemente de la voluntad de quien, por ejemplo, ha sufrido una violación. A las víctimas de la violencia sexual se les reitera (y por lo visto se considera parte de su proceso de recuperación psicológica) que no deben perder la confianza en los hombres simplemente por haber sido forzadas sexualmente, porque no todos los hombres son iguales, no todos violan, etcétera. 

Jeffreys se pregunta, con toda la razón, cómo deberíamos las mujeres determinar a primera vista si un varón va a resultar peligroso para nosotras, especialmente si tenemos en cuenta que aproximadamente dos tercios de los agresores eran conocidos o allegados de la víctima. ¿Deberíamos desconfiar de padres, abuelos, tíos, amigos de la familia, compañeros de trabajo o, en el caso de las mujeres heterosexuales, incluso de la propia pareja? Parece ser que así es; no todos los hombres que podrían violar, violan, pero todos los que violan no tienen por qué parecer violadores.  

Y sin embargo, no lo hacemos. No generalizamos pensando que cualquier hombre que se nos acerque, y especialmente no lo hacemos si pertenece a nuestro círculo personal, es un depredador sexual en potencia. De este modo, cuando la agresión se produce, la mayor parte de las mujeres se calla y no denuncia por vergüenza, porque ¿quién va a creerla? Y ¿cómo no se dio cuenta de que pasaba algo raro, de que se avecinaba el desastre? Sin duda ella misma tiene cierta responsabilidad en lo que le ha sucedido.

Bien, la incómoda verdad es que no es posible verlo venir, o no siempre, al menos. La otra incómoda verdad es que las agresiones sexuales suceden con mucha más frecuencia de la que pensamos. La cuestión es que apenas tenemos noticia de ello porque las víctimas callan, por miedo o por vergüenza o por ambas cosas. También callan porque saben que casi nadie las creerá y tienen razón: casi nadie las creerá. 

Retomando la idea que comentaba al hilo de las reflexiones de Jeffreys, si sufrimos una agresión violenta o sexual, la sociedad en bloque se apresurará a decirnos que no debemos dejar de practicar la heterosexualidad: un hombre malo no tiene que desviarnos de nuestro deber de (futuras) madres y/o esposas. No se formula como deber de manera explícita, pero la conclusión es la misma. Se pregunta Jeffreys si quienes han sufrido la agresión de un perro se ven socialmente presionadas a adoptar uno, o si quienes sufrieron un grave accidente de avión no tienen más remedio que tomar un vuelo tras otro para ser aceptados por su comunidad, so pena de generalizar una mala experiencia y hacer quedar mal a los perros en general, en el primer caso, y a los aviones en general, en el segundo.

Todo apunta a que no. Pero cuando se trata de la heterosexualidad como institución y como norma social, se piensa, en general, que, como parte de su recuperación, una mujer agredida sexualmente debe volver a confiar en los varones como clase y, por supuesto, debe disfrutar del sexo con los hombres de nuevo, en el caso de las que son heterosexuales. No se asume que una o muchas agresiones sexuales puedan ser una razón tan válida como cualquier otra para rechazar la heterosexualidad. (No es que haga falta ninguna razón para rechazar la heterosexualidad, pero trato de ponerme en la piel de las personas que así lo creen).

Esta idea de la confianza en el potencial agresor o en el agresor de facto se explora en toda su profundidad en el libro que mencionaba al principio de esta entrada, Loving to Survive. En él, sus autoras establecen una impecable analogía entre el Síndrome de Estocolmo y la violencia contra las mujeres.  

El Síndrome de Estocolmo es un término que se acuñó a raíz del incidente sucedido el 23 de agosto de 1973 en el Banco de Crédito de Estocolmo, en Suecia. Dos atracadores mantuvieron retenidos a cuatro rehenes en el interior de la sucursal bancaria durante seis días. En este tiempo, se produjeron incidentes violentos y las personas retenidas temieron por su vida en más de una ocasión, pero aun así, seguramente por pura necesidad e instinto de supervivencia, crearon un cierto vínculo con ellos. Tanto es así, que llegaron a obstaculizar la labor de la policía, pues no querían sentir que abandonaban a los delincuentes a su suerte. No querían traicionarlos, aunque ellos les estaban privando de libertad y amenazando de muerte.

Esta reacción psicológica que se ha denominado como Síndrome de Estocolmo está mucho más presente en nuestra vida de lo que creemos. De acuerdo con la clasificación establecida por las autoras de Loving to Survive, para que el síndrome tenga lugar, es necesario que la persona cuya vida está en peligro perciba que tiene ciertas posibilidades de sobrevivir si consigue amansar a su agresor. Es decir, que, cuando hablamos de situaciones de vida o muerte, colaborar con el enemigo mediante la alabanza, el afecto (real o fingido) y las atenciones pueden determinar que aquel que tiene el poder para eliminarnos decida permitirnos seguir con vida otro día más.

La aplicación del Síndrome de Estocolmo a la esfera social ofrece una explicación, en este sentido, acerca de por qué las mujeres (una vez más hablo de las mujeres como clase, no de personas concretas e individuales) continúan esforzándose por resultar agradables e inofensivas a los hombres independientemente del trato que reciban por parte de éstos. Se ve a lo largo de los siglos, se ve actualmente en el día a día, en la publicidad, en las películas, en el trabajo, en casa, en las novelas, en las tertulias políticas.

Se nos educa para ser dulces, acomodaticias, humildes; acostumbradas como estamos a creernos eso de que los hombres son violentos por naturaleza o que poseen necesidades sexuales irrefrenables (lo cual no es cierto: nadie se muere por no tener relaciones sexuales, pues no es una necesidad), tendemos a perseguir el mal menor para librarnos del más desagradable de todos. Así, se aceptan determinadas dosis de violencia, real o simbólica, a cambio de un cierto sentimiento de protección, esto es: a cambio de seguir con vida. 

El engaño es el siguiente: cada mujer necesita granjearse la protección de un varón (y conseguirá esto a toda costa, haciéndose la tonta, limpiando y cocinando gratis para él, acariciándole el ego continuamente); esta protección no es sino protección contra la posible agresión de otro(s) varón/varones ajenos. El truco está en que ese hombre que te protege a ti es una amenaza potencial para otras mujeres (que, a su vez, necesitan de la protección de sus propios guardianes), de manera que, dentro de ti, sabes que la amenaza de su violencia pende también sobre tu cabeza como una espada de Damocles. Y no quieres que tu protector se convierta en tu verdugo, así que, de una manera u otra, intentas acomodarte al máximo a sus deseos y a sus necesidades. 

Ni siquiera hace falta, en la mayoría de los casos, llegar a la agresión; no hace falta que el Síndrome de Estocolmo Social se active, porque la amenaza de la violencia es tan poderosa, tan sutil e insidiosa, que mantiene a las mujeres "en su sitio" la mayor parte del tiempo. 

El hecho de que el Síndrome de Estocolmo Social se halle en estado latente es ya preocupante por sí mismo. Creo que las mujeres conocen de sobra esa sensación de andarse con mucho cuidado para no ofender o incomodar, de aguantar el mal menor por terror al posible mal mayor. No lo llaman Síndrome de Estocolmo Social; lo llaman, si es que llegan a ser conscientes de ello, miedo. Sencillamente, miedo.


viernes, 14 de noviembre de 2014

Provisionales


Lo provisional llegó para quedarse. Nos habían prometido el futuro con grandes palabras; el esfuerzo se verá recompensado, estudia para ser mañana una mujer de provecho. Y no sé si hoy soy una mujer de provecho, pero sé que hay quien se está aprovechando de mí.

Leo una noticia que asegura que un tercio de los trabajadores españoles gana menos de 1.217 euros al mes. Yo releo la cifra y me pregunto: ¿Es que dos tercios de los trabajadores españoles gana eso o más?

Avanzo en la lectura y descubro que la veteranía se paga un poco mejor (o mucho, dependiendo de los casos) que la juventud, independientemente de la formación académica de los que aún entramos en la categoría de jóvenes.

Existe una importante brecha salarial entre hombres y mujeres: ninguna sorpresa en ese sentido. 

Lo que sigue provocando mi asombro es que se puedan llegar a cobrar 1.217 euros al mes, y que eso se considere poco dinero.

Lo provisional, ese trabajo a tiempo parcial que se combina con otro trabajo a tiempo parcial, llegó para quedarse. Ni siquiera con esos dos sueldos es posible independizarse. Como se puede leer en la propia noticia, los trabajos a tiempo parcial y temporales están peor remunerados que los empleos indefinidos a tiempo completo, de manera que, sí, es muy posible tener dos trabajos (incluso tres) y no poder independizarse.

Es posible no tener ningún día libre durante la semana, trabajar de lunes a lunes, y no poder independizarse. 

Es posible tener dos y tres trabajos a la vez y no llegar a los 1.000 euros, ni siquiera a los 900. 

Lo provisional, cuando una tiene 20 años, es una cosa. Cuando se rozan los 30, es otra muy diferente. Hay toda una generación en ciernes que va a llegar a los 40 años con múltiples titulaciones académicas y un currículo laboral digno de verse, repleto de empleos a tiempo parcial, de prácticas no remuneradas, de ocupaciones que nada tienen que ver con la formación de la persona. 

¿Cómo se nos denomina a los nacidos en los años 80? ¿La generación Y? ¿La generación Milenio? ¿La generación ni-ni? En realidad somos la generación de los y las provisionales, esa bisagra entre los que consiguieron abrirse camino justo antes de la gran debacle económica y quienes están por venir, poseedores tal vez de la clave del futuro de la que en nuestro caso no pudimos o no supimos disponer.



jueves, 6 de noviembre de 2014

Feminismo radical y BDSM


Yo nunca había hecho eso antes. De verdad. En cinco años de licenciatura y en el año extra de máster, nunca, nunca, escribí en la puerta de ningún servicio de la universidad. Una cierra la puerta del baño y se encuentra con una plétora de comentarios, versos sueltos, misteriosas anotaciones en idiomas remotos, y al salir de allí la cabeza ya está en otra parte y ni siquiera se recuerda lo que se leyó minutos antes.


Pero hete aquí que el otro día acabé recalando en la vieja facultad y en un momento dado me vi al otro lado de esas puertas llenas de inspiración. Por lo visto las nuevas hornadas de filósofas y filólogas siguen al quite en lo que respecta a la Pintada de Puerta de Baño. Hay cosas que nunca pasan de moda. Bien, pues leí una apología del BDSM (iniciales de Bondage, Discipline, Sadism and Masochism, lo que viene a ser el sadomaso, para que nos entendamos) y, por una vez, sentí ganas de contestar a aquello. Llevaba conmigo el rotulador verde con el que escribo en la pizarra durante mis clases, así que pude escribir mi respuesta. Infantil como fue el gesto, a mí me hizo sentir bien. 



Feminismo liberal Vs Feminismo radical en pleno debate



Resulta complicado resumir en un par de líneas las diferencias entre las vertientes liberal y radical del feminismo. Haré lo que pueda para comprimirlo en el mínimo espacio posible. 

El feminismo liberal está de moda. Vinculado a la queer theory y al postmodernismo, emplea términos como "transgresión" o "subversión" para ilustrar sus métodos de lucha. Las feministas liberales se denominan a sí mismas "sex positive", o lo que es lo mismo, "a favor del sexo". Esto implica, fundamentalmente, que defienden la dinámica mercantil de la prostitución, las bondades del BDSM y en general de cualquier acción que produzca placer sexual. Por otra parte, se trata de un feminismo eminentemente académico y fundamentalmente se da entre mujeres de clase media-alta. Su principal mantra es "yo elijo x, por tanto x es feminista". 

El feminismo radical no está de moda. Dejó de estarlo no mucho después de nacer, a finales de los sesenta, pues el feminismo liberal se impuso por goleada durante los años ochenta, época de crisis y de conservadurismo político en occidente. El feminismo radical tiene por objetivo el desmantelamiento del patriarcado, esto es, del sistema por el cual la sociedad se estructura de acuerdo a un patrón de dominación Vs subordinación en función de sexo. Los varones son los dominadores y las mujeres, las dominadas. Esto se aprecia en muchas áreas de la sociedad, incluido el apartado laboral y económico, aunque desde el feminismo radical se pone especial empeño en luchar contra la violencia física y sexual contra las mujeres. 

A las feministas radicales se las suele denominar "sex negatives" o "anti-sexo" porque se oponen a la prostitución y porque consideran (consideramos) que el sexo no es una categoría especial e intocable que no pueda ser sujeta al análisis feminista. Es importante destacar que las radicales no están contra las prostitutas, sino contra la prostitución. A mí me parece obvio, pero hay gente que confunde los términos y prefiero aclararlo. Del mismo modo que estoy contra las empresas que explotan a sus empleados pero no estoy contra los empleados, así me siento respecto a la prostitución.

Pero qué hay de quienes eligen ser prostitutas, oigo la pregunta en la distancia. Ahí entramos en el verdadero debate candente entre liberales y radicales. Donde las liberales dicen "yo elijo x, ergo x es feminista", las radicales dicen: "quizá tú puedas permitirte jugar con la idea de una prostitución más o menos de lujo, pero si observas la gran mayoría de mujeres que ejercen la prostitución, y no hablo sólo de las atrapadas en redes de explotación sexual, verás elecciones no tan libres como te gustaría. Que algo te guste a ti particularmente no quiere decir que beneficie a las mujeres como clase".

Pero no es de prostitución de lo que quiero hablar en esta entrada, sino de BDSM. 

Que en una sociedad patriarcal, en la que los varones ejercen, a nivel global y también particular, una violencia física y sexual muy real y muy cotidiana contra las mujeres, que en esta sociedad patriarcal, decía, exista una práctica sexual denominada BDSM no me sorprende en absoluto. La erotización de la violencia es algo a lo que estamos tan habituadas que no nos sorprende. Triunfan las no sé cuántas sombras de un tipo llamado Grey y otras historias similares y muchas mujeres están de acuerdo en que los hombres un poquito bestias dan más morbo que los que sienten empatía por su pareja y se abstienen de hacerle daño mientras tienen relaciones sexuales.

En este contexto en el que las niñas y las jóvenes son educadas social y culturalmente para que eroticen su propia subordinación, no me extraña que haya muchas que lleguen a pensar que verdaderamente eligen ser sumisas. El feminismo liberal asegura que el sexo que incluye violencia es subversivo y transgresor, pero a mí me cuesta ver la revolución y la esperanza tras el viejo patrón de toda la vida: la violencia aplicada a la sexualidad. La sexualidad vista como un juego de poder en el que alguien inflige dolor al otro y eso se denomina placer. Y lo que es aún más retorcido, un juego de poder en el que alguien recibe daño físico y lo etiqueta como placer. Sólo diré que el término de Bondage y Discipline se acuñó por primera vez en EEUU durante la época de la esclavitud. 

Pero es mi elección. Me gusta que me hieran, me produce placer sexual. Esa es una típica respuesta de quienes se sienten atacados por las críticas al BDSM.

Yo me pregunto si el hecho de que una mujer maltratada proteja a su agresor por los motivos que sean elimina el hecho de que lo que sufre es, efectivamente maltrato. Si ella "lo consiente" ¿quiere decir que está empoderada y su elección es liberadora, feminista? Personalmente, considero que no. Que algo te guste o que estés acostumbrada a ello no quiere decir que sea liberador. Que algo produzca orgasmos no quiere decir que sea inherentemente positivo.

¿Y qué hay de los hombres sumisos y de las dominatrix? ¿No dirás que ahí hay machismo, ¿verdad? Ahí va otra típica defensa de quienes ven el BDSM como el agente liberador de la humanidad. Mi respuesta es que, en el caso de que a un hombre le produzca excitación probar durante un rato cómo es eso de ser subordinado (algo que en su vida diaria no conoce, al menos, no respecto de las mujeres como clase) y que a una mujer le guste experimentar durante un rato cómo es eso de maltratar a un hombre, sigo sin hallar la revolución y la novedad. Si la solución para acabar con el patriarcado es invertir el patrón de violencia y dominación, no veo el progreso.

La verdadera revolución sexual, creo yo, pasa por erotizar la igualdad, por desaprender que la violencia es ineludible. El deseo sexual no nace en el vacío, está condicionado histórica y culturalmente, pero en la historia y en la cultura no hay nada inevitable. Yo propongo una revolución de los afectos que erotice el sexo entre iguales, que no llame placer al dolor. En 1984 el Ministerio de la Verdad decía "La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fortaleza". Por lo visto todo el mundo entiende la ironía de este absurdo eslogan, pero nadie hoy en día se atreve a cuestionar que "el dolor es placer". Claro que el patriarcado va a agradecer que, como mujer, te guste ser sumisa. Así te ahorrarás que te tengan que obligar a serlo.

El dolor es dolor. No seré yo quien le diga a nadie lo que tiene que hacer en la cama, pero el dolor es lo que es, y no es bonito. Por eso nadie tiene un orgasmo mientras se hace un esguince o mientras un ladrón le pega una paliza.

Y el sexo no surge en el vacío.