viernes, 24 de octubre de 2014

La discreta primavera


Esta luz de otoño, un poco oblicua y muy brillante, se agotará en unas pocas semanas y será como si nunca hubiera existido. A mí me gustaría poder atrapar el fresquito de las primeras horas del día y del atardecer, poder reclamarlo durante el resto del año para salir a correr sin morirme de frío ni asarme de calor.

Hay una fragilidad vibrante en el aire que se ve y se respira, sobre todo en el campo. Va a ser tan fugaz que ya es como si me la hubiese inventado.  









viernes, 17 de octubre de 2014

Edificio con nube


El Paseo de la Estación de Alcalá de Henares parece, en su primer tramo, sacado de una novela de Dickens. Lo digo como lo siento. Los edificios de ladrillo que lo componen tienen un aire inglés y otro aire decimonónico, y yo siempre tengo la sensación de que hay una enorme nube gris sobre ellos, como para evitar que los rayos del sol arruinen la postal.

Desde hace años camino por el Paseo y me fijo en la nube perpetua, en el ladrillo, en el edificio paralelo y misterioso que hay detrás de las viviendas que dan a la calle. Es un ritual mirar en esa dirección y sentir un poco de desasosiego, porque no deja de ser inquietante que a una se le cuele un país dentro del suyo sin venir a cuento.

Me quedo a veces observando ese edificio posterior al principal y, si voy con tiempo a mi tren, llego a detenerme para verlo mejor. Parece abandonado. No puedo imaginar qué tipo de actividad se llevará a cabo ahí dentro. Podría ser una fábrica de tabaco vagamente colonial o una factoría de botones, cremalleras, cordones de zapatos. Podría ser un triste colegio donde nadie quiere estudiar ni dar clase.

Siempre dudo, no sé bien si me gusta la imagen o si no me gusta por deprimente pero le he cogido cariño en este tiempo; puede ser que una cosa se derive de la otra, pero no sé bien el orden de los factores.




Edificio misterioso con su nube encima. Alcalá de Henares.
  


domingo, 12 de octubre de 2014

Underground


Haruki Murakami escribió Underground hace ya casi dos décadas, pero por algún motivo que desconozco sólo ahora ha llegado a las librerías españolas. Lo leo en estos días. No quiero que se acabe. Sospecho que cae dentro de esa reducida categoría de libros que no terminan nunca, que reverberan en la memoria y el estómago mucho tiempo después de haber leído la última página.

El escritor japonés realizó decenas de entrevistas a supervivientes o testigos de los atentados con gas sarín que se produjeron en el metro de Tokio el 20 de marzo de 1995. Los autores materiales del ataque químico fueron cinco miembros de la secta Aum Shinrikyo ("Verdad Suprema"), actualmente denominada Aleph. Los terroristas colocaron el gas sarín en estado líquido dentro de bolsas de plástico que cubrieron con periódicos. Emplearon paraguas cuya punta había sido cuidadosamente afilada para pinchar las bolsas de plástico y derramar de este modo el gas en los vagones de metro de las estaciones preestablecidas. 

Los efectos del sarín en el cuerpo humano son variados y pueden llevar a la muerte de la persona que entre en contacto con él ya sea por vía tópica o respiratoria. Algunos de los síntomas observados son ceguera transitoria (pues contrae las pupilas durante horas e incluso días), temblores, mareo, náuseas y pérdida de conciencia, así como tos y graves problemas respiratorios que pueden llevar a la muerte por asfixia.

En algunos de los relatos de supervivientes que Murakami pacientemente recopiló y redactó encuentro paralelismos a la hora de detallar la sensación de falta de oxígeno que este agente químico provoca en el organismo. Lo describen como si de repente desapareciera el aire por completo, del mismo modo que no podemos inspirar si recibimos un golpe fuerte y repentino en la boca del estómago. 

No sé bien cómo explicarlo, pero noto que este libro está rodeado de una burbuja de silencio. Se trata de un silencio respetuoso, de una calma tallada palabra a palabra a través de cada testimonio, como si el autor hubiera creado una cámara especial donde poder alojar a los supervivientes y a los lectores con ellos, unidos todos por el finísimo hilo del discurso en primera persona. Ellos hablan y aunque relatan sonidos estridentes como los de las sirenas de las ambulancias (algunas de las cuales llegaron con más de una hora de retraso al lugar de los atentados), yo siento ese silencio acolchado de los recuerdos muy intensos y muy fijos en lo profundo del cuerpo.        

Decía Alice Miller que el cuerpo nunca miente. Aunque ella se refería fundamentalmente a los efectos físicos y psíquicos de la violencia padecida durante la infancia a manos de cuidadores adultos, siento al leer estas breves narraciones que tenía toda la razón, que toda violencia, de un modo u otro, inscribe en el propio cuerpo una verdad que nadie, ni ninguna institución ni el paso del tiempo siquiera, puede contradecir con éxito.

Creo que Murakami se tomó la molestia de preguntarle a las personas afectadas cómo se articula esa verdad con palabras, envueltos por un silencio más cálido y más reconfortante que ningún aplauso por largo que pueda llegar a ser. Es lo que creo. Ha sido capaz de hablar del horror sin nombrarlo, pero no lo ha esquivado. Me gustaría sacar la burbuja de silencio del libro y enfundármela como una camisa. Sospecho que me haría mejor persona. Pero en el fondo sé que no puedo aspirar a tanto, que tendré que conformarme con el hecho de que este libro no se acaba nunca.



domingo, 5 de octubre de 2014

Sotiria, Chavela, las tabernas


Es un hecho: Chavela Vargas y Sotiria Bellou se parecían. No sólo me refiero a cierta semejanza física (rasgos faciales marcados, gesto de determinación en los labios y los ojos, piel y cabello morenos), sino fundamentalmente al modo en que cantaban. Las dos desgarraban el aire y no pedían permiso para hacerlo. Las dos creaban una atmósfera intensa durante sus interpretaciones; sólo hay que escucharlas con los ojos cerrados, primero a una, luego a la otra, y parecen gemelas que cantan, hombro con hombro, en idiomas diferentes.

Pero sucede que los fonemas del griego se parecen mucho a los del español. Parece que Sotiria cante en un español desordenado, o que Chavela invente palabras que suenan a español y que resultan ser griegas. Observo fotografías de las dos cuando eran jóvenes y me hipnotiza la confianza que transmiten ante la cámara. No han venido al mundo para adornarlo o hacerlo más habitable: vinieron para cantarle lo más amargo, lo que casi nadie quiere mirar a los ojos. Siento algo parecido a la tristeza cuando pienso que seguramente no sabían la una de la existencia de la otra, aunque vivieron y cantaron en la misma época. 

En los últimos días he leído acerca de la vida de Sotiria y la sorpresa se ha transformado en íntimo alborozo: sus trayectorias vitales parecen trazadas con el mismo tiralíneas. Se confirma que tenían mucho, mucho en común.

Sotiria nació en Calcidia, Grecia, en agosto de 1921. Para entonces, Chavela ya tenía dos años. La imagino en Costa Rica, dando sus primeros pasos, rodeada de esa naturaleza exuberante que muchos años más tarde ella recordaría en una entrevista para el suplemento de El País

Ambas abandonaron su tierra natal siendo muy jóvenes con destino a alguna ciudad más grande que aquella de donde provenían: aspiraban a tener una libertad de movimientos impensable para las mujeres de su tiempo. Chavela voló a Méjico. Sotiria marchó a Atenas, donde se casó con un tipo que resultó ser alcohólico y violento. Un día, Sotiria se hartó de recibir palizas y le lanzó ácido a la cara. La mandaron a la cárcel, aunque sólo cumplió cuatro meses de los tres años a los que la habían condenado.

Ambas hicieron sus primeros pinitos en tabernas (o cantinas, en el caso de Chavela en Méjico) donde cantaban para sobrevivir. Vivían modestamente y se recompensaban tanto esfuerzo con unas juergas tremendas que ninguna mujer decente de la época se hubiera permitido nunca. A Sotiria, además, la ocupación nazi la encontró en Atenas, y se unió a la resistencia. En una ocasión, en 1948, ya durante la dictadura de Papadópoulos, unos hombres que buscaban pelea entraron en la taberna donde ella estaba cantando. Le pidieron que cantara una canción en concreto. Ella se negó y los tipos la insultaron llamándola "búlgara", que era una manera de decirle "comunista". Fueron hasta ella y se pelearon. La situación se puso tan fea que ni siquiera los músicos que la acompañaban abandonaron sus puestos para intervenir. Me recuerda a la Vargas, que entraba en las cantinas con pistola al cinto porque sabía mejor que nadie que tendría que defenderse solita en un mundo, el de la noche y la canción y las cantinas, especialmente misógino.

Sotiria regresó a la cárcel en alguna ocasión más, esta vez por motivos políticos. Se sabe que allí fue torturada y que lo único que la Junta de los Coroneles consiguió fue fortalecer sus convicciones políticas progresistas.

Ambas eran lesbianas, y su círculo inmediato lo sabía. Su público lo sospechaba y según leo aquí y allá, nunca lo desmintieron. Chavela incluso habló de ello abiertamente en los años noventa. Se les conocieron múltiples amantes, pero ninguna llegó a tener una compañera estable a lo largo de los años. Las dos compartieron un periodo vital de alcoholismo y depresión, y del mismo modo en que cayeron en la espiral durante años, resurgieron después y siguieron cantando.  

A Sotiria la vida le deparaba una triste sorpresa: un cáncer de faringe que le arrebató la voz prematuramente. Murió en agosto de 1997 en Atenas. Chavela la sobrevivió quince años, cantando con una voz cada vez más rota y más llena de árboles. Murió también en un mes de agosto, el de 2012, como en una última casualidad ya sin importancia.



Sotiria Bellou
Fotografía extraída de Pinterest
Chavela Vargas
  Fotografía extraída de Pinterest



  



       





Habrá que bajar a la taberna y brindar por una y luego brindar por la otra y luego brindar por las dos.



Cuando bebes en la taberna


Cuando bebes en la taberna
te sientas y no hablas,
de vez en cuando suspiras
desde lo más profundo del corazón.

Me gustaría preguntarte
y que me dijeras
qué suplicio es el que te tiene
así de melancólico.

¿Quizá es que has amado
y a ti también te han traicionado?
Ven, siéntate con nosotros,
vamos todos a divertirnos.

Voz: Sotiria Bellou
Letra y música: Vasili Tsitsanis (1947)