domingo, 6 de septiembre de 2015

Treinta años y una ventana con árboles



Por la ventana de la cocina veo árboles. Veo hojas bastante verdes todavía. Veo también los primeros indicios del otoño que se aproxima. Una nunca sabe cómo será su vida cuando cumpla treinta años. Hay un momento de la infancia en el que nos preguntamos cómo seremos cuando tengamos 16, 18, 20 años. Yo ni siquiera llegué a preguntarme cómo sería al cumplir los treinta, excedía la dimensión de lo imaginable cuando la infancia parecía un camino juguetón sin asfaltar.

Desde luego no imaginaba que mi ventana estaría llena de árboles, de hojas crujientes de sol. La luz se va debilitando día a día, como suele suceder poco después de mi cumpleaños. Los colegios vuelven a abrir sus puertas, el viento nocturno sopla algo más frío cada noche que pasa. Se empañan un poco los domingos por la tarde con la promesa del trabajo que se agazapa al inicio de la semana; hay una suave nostalgia de la infancia que podría ser un sentimiento inventado, ficticio, pero que no deja de ser el equipaje sentimental necesario para llegar de una pieza al otro lado del equinoccio en el calendario.