jueves, 11 de julio de 2013

Finales


Qué placer tan intenso suscita volver a entregarse a la lectura con ferocidad y sin mirar el reloj, con toda la tarde por delante para degustar páginas y más páginas hasta que cae la luz y resulta que es la hora de la cena. Es como volver a las largas siestas de los veranos de la infancia: los adultos dormían, por alguna ventana abierta se colaba la retransmisión del Tour de Francia y yo me tumbaba en la cama, rodeada de una pila de cuentos leídos, releídos, de los que nunca me cansaba.




Volver a leer ahora con toda una tarde libre por delante me devuelve la misma sensación de felicidad que sentía entonces. Cuántos meses hacía desde la última vez que pude abandonarme tan irresponsablemente al acto de leer, sin interrupciones, sin obligaciones pendientes. Como aún cuento los años en función del curso escolar (y como soy profesora veo difícil que vaya a dejar de hacerlo), doy éste por concluido: ciao, se acabó, hasta luego, 2013. No es que se haya terminado el año y empiece 2014... Es algo más complejo que eso. 

Quienes vivimos de acuerdo con el año escolar no hacemos balance general de la vida en diciembre, o al menos, no sólo en diciembre, sino principalmente al terminar el curso, cuando empiezan las vacaciones de verano. Por algún motivo que se me escapa, julio y agosto son territorio de nadie. Se puede seguir trabajando incluso durante todo el verano, aquí y allá, y sentir aun así que se vive dentro de una burbuja de... Indolencia. No es que los acontecimientos estivales importen menos, se trata más bien de que tienen una cualidad distinta que oscila entre el espejismo y el ensayo de la vida real. 

Pero son reales. Vaya si lo son.






Mi balance de final de curso es extrañamente positivo. Ha sido un año duro en muchos aspectos, pero las circunstancias adversas me han animado a iniciar un viaje vertical e interior que aún no ha terminado. Me gusta lo que voy encontrando por el camino, y me gusta estar en mi piel por primera vez en mucho tiempo; quizá por primera vez en mi vida. Éste ha sido un año de aprendizaje. Aprendizaje de una resistencia que no sabía que tenía y a la vez de una fragilidad que me hace ser exactamente quien soy y de la que ya no huyo. 


El libro que hoy me ha mantenido absorta se titula Truman Capote: In Which Various Friends, Enemies, Acquaintances and Detractors Recall His Turbulent Career (Picador, 1998). Está escrito por un tal George Plimpton, al que no tenía yo el gusto de conocer, y, como su título indica, es una especie de biografía a muchas voces de Capote. Me tiene hipnotizada, no sólo porque es fascinante leer opiniones tan diversas y contradictorias entre sí acerca del escritor, sino porque los detalles que se van revelando a lo largo de las páginas son piezas minúsculas de un puzzle enorme que se va entreviendo cada vez con mayor claridad: la imagen que se perfila es la de un hombre amado y odiado a partes iguales, envidiado por su talento y su inagotable vitalidad y despreciado por su tendencia al cotilleo más cruento.

Pero del mismo modo en que se narran escenas en las que se comporta de manera infantil o injusta, también se encuentran gestos de generosidad de lo más emocionante, como aquella vez en que trató de ayudar a un amigo que se acababa de divorciar y quería recuperar el amor de su ex mujer; no funcionó, pero  su amigo lo recordaba igualmente con gratitud y ternura. 

Truman vivió toda su vida adulta marcado emocionalmente por su infancia, durante la que sufrió bastantes experiencias de abandono tanto por parte de su padre como de su madre. Descubrir este dato me ha hecho pensar mucho. Me ha sorprendido leer que él era bastante consciente del efecto que esto tenía sobre su persona; digo que me ha sorprendido porque, en mi experiencia, quienes se ven afectados por un pasado traumático tienden a restarle importancia, a decir que no tiene efecto alguno sobre su vida adulta. 

No soy psicóloga, no tengo ni idea de qué sucede realmente en estos casos. Sólo sé que tener el valor suficiente como para reconocer la propia vulnerabilidad es algo digno de elogiarse. Cuántos circunloquios, cuántas excusas nos ponemos para evitar aceptar que lo que sentimos es real y que además es una fuente de información sobre la persona en progreso constante que somos. 

Truman hizo y dijo muchas cosas con las que no estoy de acuerdo, pero me conmueve el hecho de que fuera tan transparente consigo mismo. Lo fue y aun así no pudo o no supo evitar la imparable espiral de autodestrucción que finalmente, en agosto de 1984, acabó con su vida; quizá porque se negó a sí mismo el amor y la protección que en realidad deseaba recibir de los demás. Quién sabe. Leyendo estos testimonios tan conmovedores me doy cuenta de que, más o menos hacia la mitad de su vida, empezó a sabotear las que entonces eran sus relaciones más importantes, y eso, el hecho de apartar de sí a quienes más quería, precipitó sin duda su trágico final. 

 Uno de los asistentes a la primera lectura pública de In Cold Blood (Random House, 1965) afirma que, cuando el escritor se colocó delante de la multitud, compuesta en su mayoría por amigos y colegas escritores, tenía en su rostro un gesto muy serio, poco corriente en él. La larga escritura de la que fuera su obra cumbre le había afectado bastante a nivel personal, no sólo por el reto que le supuso como escritor, sino sobre todo por lo mucho que se implicó emocionalmente en el caso. Parece ser que miró a los asistentes y a modo de brevísima introducción sólo dijo:

- Well, this is the end of vanity.





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