viernes, 21 de noviembre de 2014

El Síndrome de Estocolmo Social


En Loving to Survive (1994), Dee L. R Graham, Edna I. Rawlings y Roberta Rigsby proponen una tesis nada descabellada que permite explicar por qué, contra todo pronóstico, las mujeres como clase siguen confiando en los varones como clase a pesar de las altísimas tasas de violencia (que en ocasiones conllevan la muerte) que las primeras padecen a manos de los segundos en todos y cada uno de los países del mundo.

Tal y como articuló la gran Sheila Jeffreys en su libro Anticlimax (1991), resulta curioso comprobar cómo la defensa de la heteronormatividad no tiene fisuras, independientemente de la voluntad de quien, por ejemplo, ha sufrido una violación. A las víctimas de la violencia sexual se les reitera (y por lo visto se considera parte de su proceso de recuperación psicológica) que no deben perder la confianza en los hombres simplemente por haber sido forzadas sexualmente, porque no todos los hombres son iguales, no todos violan, etcétera. 

Jeffreys se pregunta, con toda la razón, cómo deberíamos las mujeres determinar a primera vista si un varón va a resultar peligroso para nosotras, especialmente si tenemos en cuenta que aproximadamente dos tercios de los agresores eran conocidos o allegados de la víctima. ¿Deberíamos desconfiar de padres, abuelos, tíos, amigos de la familia, compañeros de trabajo o, en el caso de las mujeres heterosexuales, incluso de la propia pareja? Parece ser que así es; no todos los hombres que podrían violar, violan, pero todos los que violan no tienen por qué parecer violadores.  

Y sin embargo, no lo hacemos. No generalizamos pensando que cualquier hombre que se nos acerque, y especialmente no lo hacemos si pertenece a nuestro círculo personal, es un depredador sexual en potencia. De este modo, cuando la agresión se produce, la mayor parte de las mujeres se calla y no denuncia por vergüenza, porque ¿quién va a creerla? Y ¿cómo no se dio cuenta de que pasaba algo raro, de que se avecinaba el desastre? Sin duda ella misma tiene cierta responsabilidad en lo que le ha sucedido.

Bien, la incómoda verdad es que no es posible verlo venir, o no siempre, al menos. La otra incómoda verdad es que las agresiones sexuales suceden con mucha más frecuencia de la que pensamos. La cuestión es que apenas tenemos noticia de ello porque las víctimas callan, por miedo o por vergüenza o por ambas cosas. También callan porque saben que casi nadie las creerá y tienen razón: casi nadie las creerá. 

Retomando la idea que comentaba al hilo de las reflexiones de Jeffreys, si sufrimos una agresión violenta o sexual, la sociedad en bloque se apresurará a decirnos que no debemos dejar de practicar la heterosexualidad: un hombre malo no tiene que desviarnos de nuestro deber de (futuras) madres y/o esposas. No se formula como deber de manera explícita, pero la conclusión es la misma. Se pregunta Jeffreys si quienes han sufrido la agresión de un perro se ven socialmente presionadas a adoptar uno, o si quienes sufrieron un grave accidente de avión no tienen más remedio que tomar un vuelo tras otro para ser aceptados por su comunidad, so pena de generalizar una mala experiencia y hacer quedar mal a los perros en general, en el primer caso, y a los aviones en general, en el segundo.

Todo apunta a que no. Pero cuando se trata de la heterosexualidad como institución y como norma social, se piensa, en general, que, como parte de su recuperación, una mujer agredida sexualmente debe volver a confiar en los varones como clase y, por supuesto, debe disfrutar del sexo con los hombres de nuevo, en el caso de las que son heterosexuales. No se asume que una o muchas agresiones sexuales puedan ser una razón tan válida como cualquier otra para rechazar la heterosexualidad. (No es que haga falta ninguna razón para rechazar la heterosexualidad, pero trato de ponerme en la piel de las personas que así lo creen).

Esta idea de la confianza en el potencial agresor o en el agresor de facto se explora en toda su profundidad en el libro que mencionaba al principio de esta entrada, Loving to Survive. En él, sus autoras establecen una impecable analogía entre el Síndrome de Estocolmo y la violencia contra las mujeres.  

El Síndrome de Estocolmo es un término que se acuñó a raíz del incidente sucedido el 23 de agosto de 1973 en el Banco de Crédito de Estocolmo, en Suecia. Dos atracadores mantuvieron retenidos a cuatro rehenes en el interior de la sucursal bancaria durante seis días. En este tiempo, se produjeron incidentes violentos y las personas retenidas temieron por su vida en más de una ocasión, pero aun así, seguramente por pura necesidad e instinto de supervivencia, crearon un cierto vínculo con ellos. Tanto es así, que llegaron a obstaculizar la labor de la policía, pues no querían sentir que abandonaban a los delincuentes a su suerte. No querían traicionarlos, aunque ellos les estaban privando de libertad y amenazando de muerte.

Esta reacción psicológica que se ha denominado como Síndrome de Estocolmo está mucho más presente en nuestra vida de lo que creemos. De acuerdo con la clasificación establecida por las autoras de Loving to Survive, para que el síndrome tenga lugar, es necesario que la persona cuya vida está en peligro perciba que tiene ciertas posibilidades de sobrevivir si consigue amansar a su agresor. Es decir, que, cuando hablamos de situaciones de vida o muerte, colaborar con el enemigo mediante la alabanza, el afecto (real o fingido) y las atenciones pueden determinar que aquel que tiene el poder para eliminarnos decida permitirnos seguir con vida otro día más.

La aplicación del Síndrome de Estocolmo a la esfera social ofrece una explicación, en este sentido, acerca de por qué las mujeres (una vez más hablo de las mujeres como clase, no de personas concretas e individuales) continúan esforzándose por resultar agradables e inofensivas a los hombres independientemente del trato que reciban por parte de éstos. Se ve a lo largo de los siglos, se ve actualmente en el día a día, en la publicidad, en las películas, en el trabajo, en casa, en las novelas, en las tertulias políticas.

Se nos educa para ser dulces, acomodaticias, humildes; acostumbradas como estamos a creernos eso de que los hombres son violentos por naturaleza o que poseen necesidades sexuales irrefrenables (lo cual no es cierto: nadie se muere por no tener relaciones sexuales, pues no es una necesidad), tendemos a perseguir el mal menor para librarnos del más desagradable de todos. Así, se aceptan determinadas dosis de violencia, real o simbólica, a cambio de un cierto sentimiento de protección, esto es: a cambio de seguir con vida. 

El engaño es el siguiente: cada mujer necesita granjearse la protección de un varón (y conseguirá esto a toda costa, haciéndose la tonta, limpiando y cocinando gratis para él, acariciándole el ego continuamente); esta protección no es sino protección contra la posible agresión de otro(s) varón/varones ajenos. El truco está en que ese hombre que te protege a ti es una amenaza potencial para otras mujeres (que, a su vez, necesitan de la protección de sus propios guardianes), de manera que, dentro de ti, sabes que la amenaza de su violencia pende también sobre tu cabeza como una espada de Damocles. Y no quieres que tu protector se convierta en tu verdugo, así que, de una manera u otra, intentas acomodarte al máximo a sus deseos y a sus necesidades. 

Ni siquiera hace falta, en la mayoría de los casos, llegar a la agresión; no hace falta que el Síndrome de Estocolmo Social se active, porque la amenaza de la violencia es tan poderosa, tan sutil e insidiosa, que mantiene a las mujeres "en su sitio" la mayor parte del tiempo. 

El hecho de que el Síndrome de Estocolmo Social se halle en estado latente es ya preocupante por sí mismo. Creo que las mujeres conocen de sobra esa sensación de andarse con mucho cuidado para no ofender o incomodar, de aguantar el mal menor por terror al posible mal mayor. No lo llaman Síndrome de Estocolmo Social; lo llaman, si es que llegan a ser conscientes de ello, miedo. Sencillamente, miedo.


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