lunes, 18 de noviembre de 2013

Don de la ebriedad


Estaba en Atenas por aquellos días. Regresé un día a casa y frente a la puerta de mi habitación/apartamento me encontré con el correo: un par de cartas y un paquete envuelto en papel de estraza marrón, como esos paquetes antiguos de la época de la posguerra. 

Dentro había un libro inolvidable de Enrique Vila-Matas, El mal de Montano, y una pequeña nota en la que distinguí la letra minúscula del Coronel sobre un papel cuadriculado de cuaderno escolar. Su letra es como su persona: nada estridente, leve sobre el papel pero cálida. Es una letra en la que se puede confiar. No había un Querida Lola, ni un Espero que te guste. Había unos versos de Claudio Rodríguez que me acompañaron silenciosamente durante años en la cartera.

Los daba por perdidos. Por robados, más bien, pero parece ser que los rescaté antes de que me afanaran la mochila el año pasado, pues han aparecido en una caja en la que guardo bolígrafos, lapiceros, gomas de borrar. Sorpresa y alegría se han fundido en una nueva palabra (¡sorpresía!) y ahora la hojita de papel me acompaña de nuevo. La tinta se ve un poco desvaída, pero los versos siguen intactos, más cargados si cabe de afecto y significado. 


La encina, que conserva más un rayo
de sol que todo un mes de primavera,
no siente lo espontáneo de su sombra,
la sencillez del crecimiento; apenas
si conoce el terreno en que ha brotado.

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