jueves, 14 de noviembre de 2013

La hora de la cena


Salgo de la piscina y es la hora de la cena. Hay luz tras las ventanas de las casas, imagino a sus habitantes sentados a la mesa; me cruzo con gatos furtivos que me miran un segundo y luego desaparecen velozmente. Ellos también piensan en la cena. 

Me gusta ese paseo de vuelta a casa que yo alargo a propósito. Me gusta el aire fresco y transparente de la noche de otoño; atisbo estrellas ahí arriba, en parches de cielo que puedo distinguir porque no hay demasiadas farolas por mi barrio.

Vengo de nadar, de acompasar la respiración a mi propio ritmo y cada vez tengo más la impresión de que hay algo sagrado en ello: bajo el agua el tiempo se disuelve y mi cuerpo no tiene peso, es apenas material, y el oxígeno que tomo cada tres brazadas es el más preciado del día, el más precioso para mi superviviencia.

Esta mañana he estado corriendo entre los árboles, pisando hojas secas y deslumbrándome a ratos con la luz potentísima del sol entre las ramas. Se me ocurre que correr es la luz y nadar es la sombra. Cómo he vivido todos estos años sin esto, me pregunto, sin este sense of purpose tan dulce y tan espontáneo. Tal vez estaba escondido en algún lugar y yo no lo sabía, o me daba miedo llegar a él, pero qué alegría estar aquí, ahora, dentro de mí, para disfrutarlo.

Huele a leña según me acerco a casa. Huele a navidad de otro tiempo y recuerdo esas palabras de Whitman que subrayé el otro día, que anoté en mi agenda para poder releerlas cuando quiera:


That wonderous second wind, the Indian summer, attains its amplitude and heavenly perfection, - the temperatures; the sunny haze; the mellow, rich delicate, almost flavoured air: Enough to live - enough to merely be.

                                                                             W. Whitman, Diary in Canada (1880)   


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