martes, 15 de julio de 2014

No es ficción


Hace mucho que no me termino una novela. Cuando digo mucho digo, aproximadamente, desde octubre del año pasado, lo cual me parece bastante tiempo. Lo he intentado en estos meses, pero no lo consigo, no hay manera. Empiezo a leer con la mejor disposición del mundo pero llega invariablemente el momento en que me fatiga tal o cual estereotipo, o encuentro insoportable a uno o varios personajes que a veces incluso se corresponden con el propio protagonista de la historia. 

Habrá quien diga que la ficción es ficción y el machismo recalcitrante que acaba por aflorar antes o después en el argumento no es más que una invención de quien ha escrito la novela, pero sucede que no es ficción. Ojalá lo fuera. Pero no lo es, viene a ser lo que veo y oigo día a día y lo que combato de la mejor manera que puedo, sólo que romantizado y editado para mi uso y disfrute en forma de libro impreso.

Me sucede a menudo lo mismo con el cine. Hay series de televisión que me gustan y las sigo a pesar de que soy agudamente consciente de cada ejemplo de sexismo en que caen, porque trato de centrarme en partes del guión y del argumento que me parecen más interesantes. Imagino que es una técnica de supervivencia porque sospecho que, si no disociara un poco de vez en cuando, viviría completamente aislada del mundo que me rodea. No se libra ningún producto cultural de los que me atrevo a examinar. Cómo no voy a acabar francamente harta.

Creo que el sexismo es el agua en que nadan los peces. Nadie parece verlo, excepto en los casos en que el publicista o guionista de turno se pasa de listo y dice algo que excede los estándares aceptados de machismo per capita. Entonces se hace un poco de ruido, se piden vagas excusas y a otra cosa.

Yo antes no era así. A pesar de tener cierta conciencia feminista desde la infancia, era bastante más funcional en lo que se refiere al mundo audiovisual y literario. Devoraba historias, ficciones. Ahora devoro ensayos que ponen el dedo en la llaga. Y me doy cuenta de que no hay vuelta atrás. Una vez que una acepta ver lo que tiene delante, es muy difícil y oneroso volver al punto en que se estaba antes y aceptar lo que nos viene dado de manera acrítica.

Ángeles Jiménez Perona dijo algo en una de sus clases que se me viene a la cabeza a menudo; que el feminismo, desde sus inicios ilustrados, se ha ocupado fundamentalmente de hacer visible un tipo de injusticia que a lo largo de siglos y milenios se ha mantenido invisible bajo el manto de la tradición, la costumbre, lo que "siempre se ha hecho/dicho/visto así". El feminismo, cartesiano en sus primeras formulaciones, exige que se argumente mediante ideas claras y distintas, porque el recurso a la tradición nunca ha estado de parte de los oprimidos: se trata de arrojar luz ahí donde colectivamente se elige no mirar y se trata de crear conciencia en el grupo sometido, porque a veces no basta con presenciar una escena para comprender del todo sus implicaciones o el contexto que la rodea. No consiste en ser paternalista, como a menudo se intenta hacer creer, sino en llamar a las cosas por su nombre y no justificar lo injustificable.

La otra noche dormí en casa de una amiga y pensé en todo esto que he escrito ahora porque al encender la televisión escuché durante unos minutos un monólogo en teoría divertido. El problema no es mi sentido del humor, que está en perfecta forma, muchas gracias, el problema está en que no es ganas de reír precisamente lo que siento cuando escucho la misma eterna sarta de estereotipos absurdos y dañinos (sí, muy dañinos) sobre las mujeres. No me río porque ese monólogo no es ficción, es también lo que vivo a diario y es la realidad contra la que me rebelo sin tregua ni vacaciones. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario