sábado, 22 de junio de 2013

La rumba de Cleo

Cuántas cosas.

Sí que sobreviví a mi primera carrera. Me hizo mucha ilusión colocarme mi dorsal y marchar con el resto de participantes. Éramos muchos, casi 5.000 personas trotando a un ritmo más o menos uniforme. Participar en una carrera es diferente a correr solitariamente, como es natural. Lo que más me sorprendió no fue ver a padres y madres llevando a sus niños en los carritos (tuve reminiscencias del Grand Prix de mi infancia, con aquellas pruebas tan extrañas que se les ocurrían a los guionistas), sino que personas a las que no había visto en mi vida me gritaran con gran entusiasmo: ¡Ánimo, campeona! Todo hay que decirlo, el mensaje llega, te vienes arriba, las emociones son contagiosas y como por arte de magia llegamos al kilómetro cuatro, que nos saluda con una bonita cuesta empinada. Lo importante no es participar, lo importante es hidratarse. Menos mal que la organización nos obsequió con un Aquarius per capita. Tuve suerte, el mío estaba muy rico, sospecho que se les coló un gran reserva y me fue a tocar a mí. 



Completar la carrera me hizo recordar aquello que Muñoz Molina denominó el compromiso con lo concreto. A saber qué es lo concreto para cada persona, pero tras haberle estado dando vueltas se me ocurre que lo concreto puede ser cada acto que se realiza conscientemente, o el ejercicio de la percepción atenta. Es decir, mantener ese compromiso sería prestar atención verdadera a las cosas y a las personas. Qué intenso todo. Creo que me di cuenta de esto no el día de la carrera en sí mismo, aunque ya iba yo rumiando el asunto, sino un par de días después, cuando nada más montarme en el autobús que me lleva a mi pueblo escuché el principio de una lánguida conversación entre dos hombres que empezó así:

- Han puesto unas palmeras ahí en medio que no sirven para nada. A ver, ¿para qué valen?

Miré a mi izquierda. Efectivamente, hace unos años plantaron en una pequeña explanada cerca de la carretera un número impreciso de palmeras que le hacen sentir a una como en una ciudad costera de esas que sólo se visitan en verano. Me quedé perpleja. ¿Para qué deberían valer las palmeras? ¿Y esos árboles de hoja perenne que hay unos metros más allá, desafiando la contaminación del principio de la autovía, ¿para qué sirven? 

La verdad es que me habría gustado preguntarle al señor: Oiga, ¿y usted de qué le sirve a las pobres palmeras? Pero claro, eso habría sido insolente por mi parte y además la conversación no iba conmigo. Entonces pensé que esas palmeras, por ejemplo, son lo concreto. Cada paso que das mientras corres es lo concreto. La atención que le prestas a las palabras de alguien es lo concreto. Cada brazada de crol es lo concreto.

Quizá.



Ay, nadar. Empecé hace dos meses, un poco redondeando los motivos que tenía para empezar a correr. Además de querer fortalecer mi corazón, esta vez entraba en juego también el hecho de que siempre quise hacerlo y, por algún motivo, nunca me había animado a ello. Quería aprender a nadar bien, más allá de mi chapoteo agotador de supervivencia.

Entonces entra en escena el Villano Adorable. El Villano Adorable se ha tomado muy en serio su tarea de torturador. Estoy casi acabando el largo y antes de sacar la cabeza ya veo o intuyo o presiento sus chanclas con pies dentro. Me agarro al borde de la piscina como si me fuera la vida en ello y mientras jadeo asfixiada escucho su retahíla: ¡Vamos! ¡Vuelta a crol! ¡Vamos, vamos, vamos, estás descansando demasiado!

Yo protesto sin esperanza alguna, sé que es insobornable, y pienso que no voy a llegar, que  se me va a olvidar respirar o que lo haré al revés y me ahogaré. Tan pronto llego de vuelta al otro extremo de la piscina, ya están ahí las chanclas del Villano Adorable esperándome para mandarme de vuelta. Luego, en cuanto me arrastro fuera del agua, el Villano Adorable se transforma en una persona encantadora, capaz de sentir empatía y bromear. Es un caso insólito de crueldad y ternura en un mismo cuerpo. Pero no hay que olvidar que el Villano es, además de monitor deportivo, actor profesional de teatro, así que no sé de qué faceta de su personalidad no fiarme.


Y no puedo cerrar este capítulo dedicado a lo concreto sin mencionar que el otro día, de la forma más casual, escuché una canción que hacía dos años no escuchaba y que me retrotrajo inmediatamente al verano de 2011. El flashback fue brutal, imagino que Proust con su magdalena debió de sentir algo similar pero no más intenso que lo que sentí yo gracias a la canción. Recordé aquellas tardes de cine forum en casa de mi querido A. y el día en que vimos la película argentina Cleopatra (2003). A mí me encantó, y al escuchar de nuevo aquella canción, de lejos y por casualidad, recordé lo mucho que me había gustado entonces la linda Natalia Oreiro, aunque lo que de verdad me emocionó fue presenciar el despertar a la vida de su protagonista, Cleo (Norma Aleandro); aquella escena en que va conduciendo por una carretera polvorienta y al ritmo de la música se da cuenta de que en efecto está al timón no sólo del coche, sino sobre todo de su vida. Cómo me traspasó su alegría en aquella tarde de 2011, y cómo la comprendí como nunca antes hace tan solo unos días. Sólo hay que ver la cara de Cleo para saber que también ella se ha sabido alinear con quienes se maravillan ante lo concreto.




http://www.youtube.com/watch?v=Am3j5AkqIZc


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