lunes, 17 de marzo de 2014

Condorcet, 1790


Ángeles Jiménez Perona nos mira durante un instante por encima de las gafas, como para asegurarse de que seguimos ahí o para advertirnos de que lo que viene es bueno, muy bueno. Alza el libro y parece que recita el Evangelio:

El hábito puede familiarizar a los hombres con la violación de sus derechos naturales hasta el punto de que, entre los que los han perdido, nadie piense en reclamarlos ni crea haber sufrido una injusticia.

Esas son palabras escritas por Condorcet en 1790. Con ellas abre un documento titulado Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía. Tres siglos después sucede que muchas mujeres siguen sin ser conscientes de las injusticias que padecen en gran medida por el hecho de ser mujeres: han interiorizado tanto su supuesta inferioridad que la injusticia forma parte del paisaje habitual de sus vidas. No hay nada que reclamar, todo está bien, o al menos todo está más o menos como estuvo siempre. 

Aquí Condorcet habla de "hombres" en su sentido genérico. Incluye a varones y a mujeres por igual. Así nos advierte Ángeles, y continúa leyendo:

Algunas de estas violaciones han pasado inadvertidas incluso a filósofos y legisladores cuando se ocupaban con el mayor celo de establecer los derechos comunes de los individuos de la especie humana para hacer de ellos el fundamento único de las instituciones políticas.

Hoy en día no se nos niega el acceso a la asamblea porque seamos mujeres, pero los prejuicios que en su día criticaba duramente Condorcet siguen vivitos y coleando, y los prejuicios y estereotipos siguen teniendo consecuencias muy reales sobre la vida de las personas. El determinismo biológico echa un cable para asegurarse la aquiescencia femenina mediante el argumento de autoridad (independientemente de si los datos que se publican como científicos son reales, inventados, o adecuadamente sesgados para la ocasión) y ya sólo falta para completar el cuadro la venda en los ojos de los filósofos y legisladores que en cada época de la Historia se han ocupado y se ocupan, entre otras cosas, de silenciar una dinámica de desigualdad muy real que afecta a la mitad de la población. Así, los hay conservadores y los hay progresistas, socialistas, anarquistas, neoliberales; de todos los colores políticos posibles pero con algo en común que va más allá de su concepción de la economía o la sociedad: la solidaridad inquebrantable de la fratría.

La experiencia de la vida cotidiana nos dice que esto es así casi siempre, aunque hay contados y honrosos casos de aliados del feminismo que, ellos sí, están dispuestos a renunciar a sus privilegios porque deciden arrojar luz (como diría la profesora Ángeles) sobre la injusticia. No la disfrazan ni le quitan importancia ni inventan justificaciones para legitimarla.


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