lunes, 9 de diciembre de 2013

El arquero


Sucede en muchos aspectos de la vida. Una empieza a hacer algo común, algo que siempre estuvo ahí delante y que nunca recibió mayor atención, y descubre su belleza silenciosa. Y ya no hay marcha atrás, sólo cabe dejarse llevar.

Hace un par de años empecé a visitar regularmente el Planetario. La primera visita fue muy emocionante, porque no había estado allí desde que me llevaron en alguna lejana excursión infantil. Es tan feo el pobre Planteario, tan basto con su estructura de bloques de cemento. Recuerdo que pensé en la facultad de filología de Atenas, la Kapodistriakó, cuando entré allí. Ambos edificios comparten esa desnudez tan funcional como de construcción soviética o carcelaria. 

La exposición sobre Marte que hay en el edificio anexo al Planetario es tan primitiva que provoca ternura. A la entrada nos recibe una especie de alienígena de cartón piedra, acaso de plástico, que representa el concepto del extraterrestre medio de los años ochenta. Los paneles informativos informan, no hay duda sobre ello, pero en todo hay una pátina de tiempo y de olvido, como si la exposición estuviera allí, tranquilamente implosionando, desde el mismísimo Big Bang.

Sucede algo parecido con la exposición que hay en el edificio principal, en la planta baja. Hay artilugios que hace treinta años debieron provocar la sorpresa en los escolares madrileños y que ahora provocan más bien extrañeza: pero esto... ¿Es en serio? Eso le escuché a una niña cuyos padres la animaban a que lanzase una bolita de metal al centro mismo de un agujero negro. Un agujero negro que era una especie de embudo (embudo grande, eso sí) pegado al suelo y desconchado. Un agujero negro, digamos, de capa caída, como el porcentaje económico que este país nuestro invierte en ciencia e investigación. (El gasto en investigación ha caído en un 45,7% desde 2009.)

Quizá por todo esto le tengo un cariño especial al Planetario. Efectivamente, no fui una niña de campamentos. No he ido jamás a ninguno. La idea, cuando era pequeña, de separarme de mis padres durante dos semanas para comer espaguetis y compartir duchas comunales con niños desconocidos me llenaba de una mezcla de pavor y, por qué no decirlo, repelús. Afortunadamente, no me convertí en una sociópata por haberme perdido las veladas musicales junto al fuego. Lo que me da pena es no haber empezado a fijarme desde pequeña en el cielo estrellado, y me consta que es una asignatura troncal de los campamentos de verano.

Me lo perdí entonces, pero nunca es tarde si la dicha y la vista son buenas. El Planetario ha sido mi modesto trampolín y ahora no puedo dejar de mirar hacia arriba. Ya tengo bien localizadas a Casiopea, Cefeo, y por supuesto a la Estrella Polar en la constelación de la Osa Menor. Es fascinante observarlas, noche tras noche, si no hay muchas nubes, desde el descampado que hay pasado el parque que queda debajo de mi casa. Hace un frío peludo, pero merece la pena comprobar que siguen ahí, que cada vez me son más familiares.

La otra noche, tras preguntarme qué carajo sería esa especie de lazo de estrellas que me sonaba haber visto antes, lo busqué en la guía astronómica al llegar a casa y descubrí que era Orión. Orión, el arquero, tan gigantesco que podía atravesar los mares sin que éstos lo cubrieran más allá de los hombros. Tuvo un altercado mortal con Escorpión, pero Zeus zanjó el asunto colocándolos en estaciones diferentes: para Escorpión, el cielo de primavera y verano; para el arquero, el de otoño e invierno.



Constelación de Orión



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